DÍA QUINCE (21/NOV)
De la ayuda que debemos al prójimo
CONSIDERACIÓN. – La
Santísima Virgen se nos aparece como un admirable tipo de bondad y caridad:
Ella es la salvación de los desgraciados, salud de los enfermos, refugio de los
pecadores; nosotros mezclamos su nombre a todos nuestros dolores; cuando
sufrimos, vamos a Ella y cuando somos desgraciados, buscamos un asilo en su
maternal protección, puesto que es compasiva y nos ama.
¡Si pudiéramos
imitarla en las relaciones con nuestro prójimo! El género humano es una gran
familia de la cual Dios es el Padre y basta que nos apartemos de ese punto del
amor al prójimo sin preguntarnos de qué modo debemos probárselo.
El Divino Maestro
se ha encargado de indicarnos el carácter especial:
“Vosotros lo
amaréis –dice- como a vosotros mismos”. Es decir, que debemos amarle y
procurarle, en cuanto podamos, el bien que deseamos para nuestra propia
persona. Y sin embargo ¡ay! el egoísmo reina sobre la tierra y lo encontramos
aún en los cristianos.
Se busca el interés
propio, todo se refiere a uno mismo, sin inquietarse por los otros. Somos
insensibles a las penas de los demás, sino no nos tocan personalmente.
Dios ha querido la
desigualdad en las condiciones humanas. Hay entre nosotros ricos y pobres,
todos hijos de Dios y hermanos en Nuestro Señor. Los que poseen bienes
terrenales, deben ayudar a aquellos que están en la miseria. La limosna es un
gran deber, que olvidamos demasiado fácilmente.
El ejercicio de la
caridad, es siempre fácil a los verdaderos cristianos. “Si tenéis mucho, dad
mucho; si tenéis poco, dad poco, porque es el corazón quien da precio a las
cosas”, añade San Ambrosio. El Señor, recompensando esta bella virtud de la
caridad, mirará menos el valor del don, que la pureza de la intención.
Que en todas las
cosas, esta palabra de la Escritura: “Haz al prójimo lo que deseas que te sea
hecho” sea la regla de nuestra conducta, para con nuestros semejantes.
EJEMPLO. – Cuando
San Luis abandonó la Palestina para volver a Francia, se embarcó en una nave
que chocó contra unas rocas, con tanta violencia, que perdió tres toesas de la
quilla.
Se instó al Monarca
a descender, para trasbordar.
San Luis, rehusó
diciendo: “Estos que se hallan aquí aman tanto sus vidas, como yo amo la mía;
si yo descendiera, ellos descenderían también y no encontrando un buque para
recibirlos, quedarían expuestos a mil peligros. Me gustaría más, poner en manos
de Dios mi vida, la de la reina y de mis hijos, que causar tan gran daño a tan
valerosas personas.
PLEGARIA DE SAN
GERMÁN. - ¡Oh María! tened piedad de mí. Vos, la Madre de mi Dios, que tenéis
tanto amor para los humanos, concededme todo esto que te pido. Vos, que sois
nuestra defensa y nuestra alegría, hacedme digo de gozar en vuestra presencia,
de esa felicidad que gozáis en el cielo. Así sea.
PROPÓSITO. – No haré a mi prójimo, aquello que no
desearía, me hiciesen a mí mismo.
JACULATORIA. –
María, Auxilio de los cristianos, rogad por nosotros.
PLEGARIA DE SAN
BERNARDO, PARA TODOS LOS DÍAS. – Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María, que
jamás se ha oído decir que ninguno de aquellos que han acudido a vuestra
protección e implorado vuestro socorro, haya sido abandonado. Animado con tal
confianza, acudo a Vos ¡oh dulce Virgen de las vírgenes! me refugio a vuestros
pies, gimiendo bajo el peso de mis pecados. No despreciéis, ¡oh Madre del
Verbo!, mis humildes plegarias; antes bien, oídlas benignamente y cumplidlas.
Así sea.
JACULATORIA. – Oh
María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos.
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