DÍA VEINTE (26/NOV)
De la confesión
CONSIDERACIÓN. –
Cuando se ha tenido la desgracia de ofender a Dios, no se está absolutamente,
condenado sin remedio. Mientras tengamos un soplo de vida, nos es posible
obtener el perdón por la confesión humilde de nuestras faltas, un
arrepentimiento sincero de haberlas cometido y la firme resolución de no recaer
en ellas; porque si hay, en el umbral de la otra vida, el temible tribunal
donde sede la justicia misma, tenemos otro, aquí abajo, presidido por la
misericordia y María, refugio de los pecadores, parece conducir Ella misma a
sus hijos culpables a los pies del sacerdote, que ha recibido del Divino
Maestro el poder de absolvernos.
La confesión es, en
efecto, un verdadero juicio. Nos acusamos nosotros mismos al Ministro del
Señor. Si nuestras disposiciones son suficientes, de parte de Dios, él nos
absuelve y por los méritos de la preciosa sangre del Salvador, nuestra alma encuentra la
pureza que había perdido.
¿Por que, pues,
todos los hombres no comprenden nada la inmensa gracia que se nos ha acordado
por el sacramento de la penitencia? ¿De dónde puede venir la repulsión y el
miedo que tantos pecadores experimentan, cuando les sería tan ventajoso
aproximarse al confesionario, sino de los esfuerzos del demonio, de ese enemigo
de todo bien, que quiere impedir a esas almas culpables escapársele? Y sin
embargo ¡qué paz, qué calma, se extienden en ellas después de una buena
confesión!
EJEMPLO. –
Escuchemos a un oficial del ejército de Luis XV, quien, tocado por la gracia,
oyendo al célebre Padre Bridaine, predicar durante una misión, resolvió
convertirse. Se confesó con el más sincero arrepentimiento. Le parecía,
saliendo del confesionario, que había sacado de sobre su corazón, un peso
insoportable.
Lloraba de alegría:
“Yo, no he gustado en mi vida, decía, de un placer tan puro, tan dulce, que
aquel que pruebo desde que he entrado en gracia de mi Dios. No creo que nuestro
rey pueda ser más feliz que yo, no, en todo el resplandor que rodea su trono,
en medio de todos los placeres que lo rodean, él no está tan contento ni tan
gozoso como yo lo estoy, después que he dejado el horrible fardo de mis
pecados.
No cambiaría mi
suerte por todos los placeres, el fausto, las riquezas, de todos los monarcas
del mundo”.
PLEGARIA DE SANTO
TOMÁS DE AQUINO. - ¡Oh Madre mía! Vos, la Abogada de los pecadores, venid en mi
auxilio, defendedme de los malignos espíritus y como la gloriosa pasión de
vuestro Hijo bendito y vuestra propia intercesión me han dado la esperanza,
obtenedme el perdón de mis pecados y la gracia de morir en vuestro amor y en el
de Jesús. Conducidme también por el camino de la salvación y de la felicidad
eterna. Así sea.
PROPÓSITO. – Me confesaré la víspera de las grandes
fiestas de la Iglesia y para ello me prepararé con gran cuidado.
JACULATORIA. –
Virgen clemente, rogad por nosotros.
PLEGARIA DE SAN
BERNARDO, PARA TODOS LOS DÍAS. – Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María, que
jamás se ha oído decir que ninguno de aquellos que han acudido a vuestra
protección e implorado vuestro socorro, haya sido abandonado. Animado con tal
confianza, acudo a Vos ¡oh dulce Virgen de las vírgenes! me refugio a vuestros
pies, gimiendo bajo el peso de mis pecados. No despreciéis, ¡oh Madre del
Verbo!, mis humildes plegarias; antes bien, oídlas benignamente y cumplidlas.
Así sea.
JACULATORIA. – Oh
María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos.
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