DÍA VEINTIUNO (27/NOV)
De la expiación
CONSIDERACIÓN. – El
sacramento de la penitencia, borra nuestros pecados, pero no nos perdona
enteramente la falta en que hemos incurrido al cometerlos. La penitencia que el
sacerdote nos impone, no nos hace cumplir sino una débil parte de nuestra deuda
hacia la justicia divina. Es necesario que expiemos nuestras iniquidades.
Nuestra vida no es más que una sucesión de penas de todo género.
Unas veces, el
sufrimiento físico nos oprime y quiebra; otras, el dolor nos hiere en lo que
más amamos.
Toda nuestra
existencia, puede compararse a una penosa y peligrosa travesía sobre un mar
agitado.
Tenemos también,
además de esos grandes dolores, el soportar con paciencia las penas y fatigas
cotidianas; ese trabajo que a veces nos pesa y nos cuesta; esos fastidios, esas
contrariedades, esas decepciones que no podemos evitar.
Para el alma que no
sabe elevarse hacia Dios, todo esto, está perdido; no recoge ningún fruto y no
sufre menos. No seamos tan insensatos para proceder en esta forma. Consideremos
a la Santísima Virgen: Ella no había pecado absolutamente y sin embargo, su
vida transcurrió en el sufrimiento y la prueba. Siempre se mostró dulce y
resignada, aceptando la voluntad de Dios, sin reproche.
A ejemplo de
nuestra Madre del Cielo, sirvámonos de lo que es penoso a nuestra naturaleza,
para adquirir una felicidad que nos hará pronto olvidar nuestras penas y que
durará eternamente.
EJEMPLO. – Santa Margarita, reina de Escocia,
era todavía muy niña, cuando su hermana mayor le explicó que el crucifijo es la
imagen de Jesús, muerto por los hombres, en medio de los suplicios de la cruz.
La niña, emocionada
por estas palabras, exclamó en un santo transporte: “Mi adorable Salvador,
desde este momento, yo deseo perteneceros, toda entera”.
En efecto, la
meditación de los sufrimientos de Jesús fue, en adelante, la única ocupación de
su corazón, el alimento y sostén de su piedad que iba siempre aumentando. De
Jesús crucificado sacó esa paciencia y dulzura que ganaron el corazón del rey
Malcolm, su esposo. Naturalmente irascible y colérico, este príncipe se volvió
afable y virtuoso, gracias a la feliz influencia de Margarita.
La santa reina de
Escocia consagró su vida entera a obras de misericordia. Estaba ya próxima a
entregar su alma a Dios, cuando le llevaron la noticia de la muerte del rey,
ocurrida en la guerra. Besó entonces el crucifijo que tenía en sus manos y
aceptando esa dura prueba con admirable resignación, la ofreció al Señor en
expiación de sus faltas; después se durmió en el Señor, con la calma y la paz
que da la conformidad a la voluntad de Dios.
PLEGARIA DE SAN
BUENAVENTURA. - ¡Oh mi Soberana, que habéis recibido tan crueles heridas sobre
el Calvario! herid nuestros corazones, renovad en nosotros vuestra dolorosa
pasión y la de vuestro divino Hijo, unid nuestros corazones a vuestro Corazón
herido, a fin de que participen de las mismas heridas. Así sea.
PROPÓSITO. – Ofreceré al buen Dios los sufrimientos y
molestias de cada día, en expiación de mis faltas.
JACULATORIA. –
María, salud de los enfermos, rogad por nosotros.
PLEGARIA DE SAN
BERNARDO, PARA TODOS LOS DÍAS. – Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María, que
jamás se ha oído decir que ninguno de aquellos que han acudido a vuestra
protección e implorado vuestro socorro, haya sido abandonado. Animado con tal
confianza, acudo a Vos ¡oh dulce Virgen de las vírgenes! me refugio a vuestros
pies, gimiendo bajo el peso de mis pecados. No despreciéis, ¡oh Madre del
Verbo!, mis humildes plegarias; antes bien, oídlas benignamente y cumplidlas.
Así sea.
JACULATORIA. – Oh
María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos.
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