lunes, 1 de abril de 2013

Evangelio - Lunes de Pascua


† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 28, 8-15
Gloria a ti, Señor.
Después de escuchar las palabras del ángel, las mujeres se alejaron a toda prisa del sepulcro y, llenas de temor, pero con mucha alegría, corrieron a llevar la noticia a los discípulos. Jesús salió a su encuentro y las saludó. 
Ellas se acercaron, se echaron a sus pies y lo adoraron. Entonces les dijo Jesús: 
"No teman, digan a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán". 
Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Estos se reunieron con los ancianos y acordaron en Consejo dar una fuerte suma de dinero a los soldados, advirtiéndoles: 
"Digan que sus discípulos fueron de noche y robaron su cuerpo mientras ustedes dormían. Y si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros lo convenceremos y responderemos por ustedes".
Los soldados tomaron el dinero e hicieron lo que les habían dicho. Y ésta es la versión que ha corrido entre los judíos hasta hoy.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria 
Octava de Pascua. Lunes
LA ALEGRÍA DE LA RESURRECCIÓN

— La alegría verdadera tiene su origen en Cristo.

El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho, alegrémonos y regocijémonos todos, porque reina para siempre. ¡Aleluya!1.
Nunca falta la alegría en el transcurso del año litúrgico, porque todo él está relacionado, de un modo u otro, con la solemnidad pascual, pero es en estos días cuando este gozo se pone especialmente de manifiesto. En la Muerte y Resurrección de Cristo hemos sido rescatados del pecado, del poder del demonio y de la muerte eterna. La Pascua nos recuerda nuestro nacimiento sobrenatural en el Bautismo, donde fuimos constituidos hijos de Dios, y es figura y prenda de nuestra propia resurrección. Dios –nos dice San Pablo– nos ha dado vida por Cristo y nos ha resucitado con Él2. Cristo, que es el primogénito de los hombres, se ha convertido en ejemplo y principio de nuestra futura glorificación.
Nuestra Madre la Iglesia nos introduce en estos días en la alegría pascual a través de los textos de la liturgia: lecturas, salmos, antífonas..., en ellos pide sobre todo que esta alegría sea anticipo y prenda de nuestra felicidad eterna en el Cielo. Desde muy antiguo se suprimen en este tiempo los ayunos y otras mortificaciones corporales, como símbolo externo de esta alegría del alma y del cuerpo. «Los cincuenta días del tiempo pascual –dice San Agustín– excluyen los ayunos, pues se trata de una anticipación del banquete que nos espera allí arriba»3. Pero de nada serviría esta invitación de la liturgia si en nuestra vida no se produce un verdadero encuentro con el Señor, si no vivimos con una mayor plenitud el sentido de nuestra filiación divina.
Los Evangelistas nos han dejado constancia, en cada una de las apariciones, de cómo los Apóstoles se alegraron viendo al Señor. Su alegría surge de haber visto a Cristo, de saber que vive, de haber estado con Él.
La alegría verdadera no depende del bienestar material, de no padecer necesidad, de la ausencia de dificultades, de la salud... La alegría profunda tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia a ese amor. Se cumple –ahora también– aquella promesa del Señor: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar4. Nadie: ni el dolor, ni la calumnia, ni el desamparo..., ni las propias flaquezas, si volvemos con prontitud al Señor. Esta es la única condición: no separarse de Dios, no dejar que las cosas nos separen de Él; sabernos en todo momento hijos suyos.
— La tristeza nace del descamino y del alejamiento de Dios. Ser personas optimistas, serenas, alegres, también en medio de la tribulación.
Nos dice el Evangelio de la Misa: las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: Alegraos. Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies5.
La liturgia del tiempo pascual nos repite con mil textos diferentes estas mismas palabras: Alegraos, no perdáis jamás la paz y la alegría;servid al Señor con alegría6, pues no existe otra forma de servirle. «Estás pasando unos días de alborozo, henchida el alma de sol y de color. Y, cosa extraña, ¡los motivos de tu gozo son los mismos que otras veces te desanimaban!
»Es lo de siempre: todo depende del punto de mira. —“Laetetur cor quaerentium Dominum!” —cuando se busca al Señor, el corazón rebosa siempre de alegría»7.
En la Última Cena, el Señor no había ocultado a los Apóstoles las contradicciones que les esperaban; sin embargo, les prometió que la tristeza se tornaría en gozo: Así pues, también vosotros ahora os entristecéis, pero os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo8. Aquellas palabras, que entonces les podrían resultar incomprensibles, se cumplen ahora acabadamente. Y poco tiempo después, los que hasta ahora han estado acobardados, saldrán del Sanedrín dichosos de haber padecido algo por su Señor9. En el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, y en el consiguiente olvido de nosotros mismos, está el origen de esta alegría profunda del cristiano10. Y esta es lo normal para quien sigue a Cristo. El pesimismo y la tristeza deberán ser siempre algo extraño al cristiano. Algo que, si se diera, necesitaría de un remedio urgente.
El alejamiento de Dios, el descamino, es lo único que podría turbarnos y quitarnos ese don tan apreciado. Por tanto, luchemos por buscar al Señor en medio del trabajo y de todos nuestros quehaceres, mortifiquemos nuestros caprichos y egoísmos en las ocasiones que se presentan cada día. Este esfuerzo nos mantiene alerta para las cosas de Dios y para todo aquello que puede hacer la vida más amable a los demás. Esa lucha interior da al alma una peculiar juventud de espíritu. No cabe mayor juventud que la del que se sabe hijo de Dios y procura actuar en consecuencia.
Si alguna vez tuviéramos la desgracia de apartarnos de Dios, nos acordaríamos del hijo pródigo, y con la ayuda del Señor volveríamos de nuevo a Dios con el corazón arrepentido. En el Cielo habría ese día una gran fiesta, y también en nuestra alma. Esto es lo que ocurre todos los días en pequeñas cosas. Así, con muchos actos de contrición, el alma está habitualmente con paz y serenidad.
Debemos fomentar siempre la alegría y el optimismo y rechazar la tristeza, que es estéril y deja el alma a merced de muchas tentaciones. Cuando se está alegre, se es estímulo para los demás; la tristeza, en cambio, oscurece el ambiente y hace daño.
— Dar paz y alegría a los demás.
Estar alegres es una forma de dar gracias a Dios por los innumerables dones que nos hace; la alegría es «el primer tributo que le debemos, la manera más sencilla y sincera de demostrar que tenemos conciencia de los dones de la naturaleza y de la gracia y que los agradecemos»11. Nuestro Padre Dios está contento con nosotros cuando nos ve felices y alegres con el gozo y la dicha verdaderos.
Con nuestra alegría hacemos mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a los demás a Dios. Dar alegría será con frecuencia la mejor muestra de caridad para quienes están a nuestro lado. Fijémonos en los primeros cristianos. Su vida atraía por la paz y la alegría con que realizaban las pequeñas tareas de la vida ordinaria. «Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Esos fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»12. Muchas personas pueden encontrar a Dios en nuestro optimismo, en la sonrisa habitual, en una actitud cordial. Esta muestra de caridad con los demás –la de esforzarnos por alejar en todo momento el malhumor y la tristeza y remover su causa– ha de manifestarse particularmente con los más cercanos. En concreto, Dios quiere que el hogar en el que vivimos sea un hogar alegre. Nunca un lugar oscuro y triste, lleno de tensiones por la incomprensión y el egoísmo.
Una casa cristiana debe ser alegre, porque la vida sobrenatural lleva a vivir esas virtudes (generosidad, cordialidad, espíritu de servicio...), a las que tan íntimamente está unida esta alegría. Un hogar cristiano da a conocer a Cristo de modo atrayente entre las familias y en la sociedad.
Debemos procurar también llevar esta alegría serena y amable a nuestro lugar de trabajo, a la calle, a las relaciones sociales. El mundo está triste e inquieto y tiene necesidad, ante todo, del gaudium cum pace13, de la paz y de la alegría que el Señor nos ha dejado. ¡Cuántos han encontrado el camino que lleva a Dios en la conducta cordial y sonriente de un buen cristiano! La alegría es una enorme ayuda en el apostolado, porque nos lleva a presentar el mensaje de Cristo de una forma amable y positiva, como hicieron los Apóstoles después de la Resurrección. Jesucristo debía manifestar siempre su infinita alegría interior. La necesitamos también para nosotros mismos, para crecer en la propia vida interior. Santo Tomás dice expresamente que «todo el que quiere progresar en la vida espiritual necesita tener alegría»14. La tristeza nos deja sin fuerzas; es como el barro pegado a las botas del caminante que, además de mancharlo, le impide caminar.
Esta alegría interior es también el estado de ánimo necesario para el perfecto cumplimiento de nuestras obligaciones. Y «cuanto más elevadas sean estas, tanto más habrá de elevarse nuestra alegría»15. Cuanto mayor sea nuestra responsabilidad (sacerdotes, padres, superiores, maestros...), mayor también nuestra obligación de tener paz y alegría para darla a los demás, mayor la urgencia de recuperarla si se hubiera enturbiado.
Pensemos en la alegría de la Santísima Virgen. Ella está «abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección (...). Ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la Iglesia: Mater plena sanctae laetitiae, y, con toda razón, sus hijos en la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría: Causa nostrae laetitiae»16.
1 Antífona de entrada en la Misa. — 2 Ef 2, 6. — 3 San Agustín, Sermón 252. — 4 Jn16, 22. — 5 Mt 28, 8-9. — 6 Sal 99, 2. — 7 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 72. — 8Jn 16, 22. — 9 Hech 5, 40. — 10 Cfr. Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, pp. 1125-1126. — 11 P. A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, Rialp, Madrid 1966, p. 12. — 12 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 30. — 13 Misal Romano, Preparación de la Santa Misa, Formula intentionis. — 14 Santo Tomás,Comentario a la Carta a los Filipenses, 4, 1. — 15 P. A. Reggio, o. c., p. 24. — 16Pablo VI, Exhor. Apost. Gaudete in Domino, 9-V-1975, IV.
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Otro comentario: Rev. D. Joan COSTA i Bou (Barcelona, España)
La adoración
Hoy las mujeres que habían ido al sepulcro sienten una gran alegría en sus corazones por el anuncio del ángel sobre la resurrección del Maestro. Y salen “corriendo”: sus corazones explotarían si no lo comunican a todos los discípulos. Jesús se hace el “encontradizo”: lo hace con María Magdalena y la otra María… y con todos los hombres.

Por su encarnación, Dios se ha unido, en cierto modo, a todo hombre. Las reacciones de las mujeres ante la presencia del Señor expresan las actitudes más profundas del ser humano ante nuestro Creador y Redentor: la sumisión —pues se "asieron" a sus pies— y la adoración. La adoración es la sumisión tierna que, en grado absoluto, sólo debemos dar a Dios.

—"No tengáis miedo", nos dice Jesús. ¿Miedo del Señor? Nunca, ¡si es el Amor de los amores! ¿Temor de perderlo? Sí, porque conocemos la propia debilidad. Por esto nos agarramos bien fuerte a sus pies: ¡Señor, no nos dejes!
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Otro comentario: San Pedro Crisólogo (c.406-450), arzobispo de Ravenna, doctor de la Iglesia 
Sermón 76,2-3; CCL 24A, 465-467 
“Id, avisad a mis hermanos (...). Allí me verán.”

    El ángel dijo a las mujeres (...): “Y ahora id enseguida a decir a sus discípulos: "Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis”. “Ya os lo he dicho” (Mateo 28,7). Al decir esto, el ángel no se dirigía a María Magdalena ni a la otra María, sino que a estas dos mujeres, Él encomendaba la misión para la Iglesia, él estaba enviando a la Esposa en busca del Esposo.

    Mientras ellas se marchaban, el Señor salió a su encuentro y las saludó diciéndoles: “Os saludo, alegraos” (griego)... Él le había dicho a sus discípulos: “No saludéis a nadie en el camino” (Lucas 10,4); ¿cómo es que en el camino Él acudió al encuentro de estas mujeres y las saludó con tanta alegría? Él no espera ser reconocido, no busca ser identificado, no se deja cuestionar, sino que se adelanta con gran ímpetu hacia este encuentro...

    Esto es lo que provoca la fuerza del amor; ésta fuerza es más fuerte que todo, la que todo sobrepasa. Al saludar a la Iglesia, es al mismo Cristo al que saluda, porque Él la ha hecho suya, ésta es su carne, su cuerpo, como lo atestigua el apóstol Pablo: “Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia” (Col. 1,18). Sí, es a la Iglesia en su plenitud a la que personifican estas dos mujeres... Él dispone que estas mujeres ya han alcanzado la madurez de la fe: ellas dominaron sus debilidades y se apresuraron hacia el misterio, ellas buscan al Señor con todo el fervor de su fe. Este es el motivo por el que merecen que Él se entregue a ellas al ir a buscarlas y decirles: “Os saludo, alegraos”. Él les deja no solo tocarle, sino también aferrarse a Él en la misma medida de su amor... Estas mujeres son en el seno de la Iglesia, un ejemplo de predicación de la Buena Noticia.
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