viernes, 28 de junio de 2013

Evangelio - Viernes XII Semana del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 8, 1-4
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, cuando Jesús bajó de la montaña, lo iba siguiendo una gran multitud. De pronto se le acercó un leproso, se postró ante él y le dijo:
"Señor, si quieres, puedes curarme".
Jesús extendió la mano y lo tocó, diciéndole:
"Sí quiero, queda curado".
Inmediatamente quedó limpio de la lepra. Jesús le dijo:
"No le vayas a contar esto a nadie. Pero ve ahora a presentarte al sacerdote y lleva la ofrenda prescrita por Moisés para probar tu curación". 
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
12ª semana. Viernes
LA VIRTUD DE LA FIDELIDAD

— Es una virtud exigida por el amor, la fe y la vocación.
La Sagrada Escritura nos habla con frecuencia de la virtud de lafidelidad, de la necesidad de mantener la promesa, el compromiso libremente aceptado, el empeño en acabar una misión en la que uno se ha comprometido. Le dijo el Señor a Abrahán: Camina en mi presencia con fidelidad. Tú guarda mi pacto que hago contigo y con tus descendientes por generaciones1. La firmeza de la alianza con el Patriarca y con sus descendientes será fuente continua de bendiciones y de felicidad; y, por el contrario, el quebrantamiento de este pacto por Israel será la causa de sus males.
Dios pide fidelidad a los hombres a los que mira con predilección porque Él mismo es siempre fiel, por encima de nuestras flaquezas y debilidades. Yahvé es el Dios de la lealtad2, rico en amor y fidelidad3,fiel en todas sus palabras4, y su fidelidad permanece para siempre5. Quienes son fieles le son muy gratos6, y les promete un don definitivo: el que sea fiel hasta la muerte, recibirá la corona de la vida7.
Jesús habla muchas veces de esta virtud a lo largo del Evangelio: pone ante nuestros ojos el ejemplo del siervo fiel y prudente, del criado bueno y leal en lo pequeño, del administrador honrado... La idea de la fidelidad penetra tan hondo en la vida del cristiano que el título de fielesbastará para designar a los discípulos de Cristo8. San Pablo, que había dirigido múltiples exhortaciones a aquella generación de primeros cristianos para que viviera esta virtud, cuando siente cercana su muerte entona un canto a la fidelidad, resumen de su vida. Le escribe a Timoteo: He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de la justicia que me otorgará aquel día el Señor, justo juez, y no solo a mí, sino a todos los que esperan su manifestación9.
La fidelidad consiste en cumplir lo prometido, conformando de este modo las palabras con los hechos10. Somos fieles si guardamos la palabra dada, si nos mantenemos firmes, a pesar de los obstáculos y dificultades, a los compromisos adquiridos. La perseverancia está íntimamente unida a esta virtud, y con frecuencia se identifica con ella.
El ámbito de la fidelidad es muy amplio: con Dios, entre cónyuges, entre amigos... Es una virtud esencial: sin ella es imposible la convivencia. Referida a la vida espiritual, se relaciona estrechamente con el amor, la fe y la vocación. «Me hace temblar aquel pasaje de la segunda epístola a Timoteo, cuando el Apóstol se duele de que Dimas escapó a Tesalónica tras los encantos de este mundo... Por una bagatela, y por miedo a las persecuciones, traicionó la empresa divina un hombre, a quien San Pablo cita en otras epístolas entre los santos.
»Me hace temblar, al conocer mi pequeñez; y me lleva a exigirme fidelidad al Señor hasta en los sucesos que pueden parecer como indiferentes, porque, si no me sirven para unirme más a Él, ¡no los quiero!»11. ¿Para qué nos habrían de servir si no nos llevan a Cristo?
Camina en mi presencia con fidelidad. Guarda el pacto que hago contigo, nos está diciendo Dios continuamente en la intimidad de nuestro corazón.
— El fundamento de la fidelidad.
La nuestra no es una época que se caracterice por el florecimiento de esta virtud de la fidelidad. Quizá por eso el Señor nos pide que sepamos apreciarla más, tanto en nuestros compromisos de entrega libremente adquiridos con Él como en la vida humana, en las relaciones con otros. Muchos se preguntan: ¿cómo puede el hombre, que es mudable, débil y cambiante, comprometerse para toda la vida? Puede, porque su fidelidad está sostenida por quien no es mudable, ni débil, ni cambiante, por Dios: Fiel es Yahvé en todas sus palabras12. El Señor sostiene esa disposición del hombre que quiere ser leal a sus compromisos y, sobre todo, al más importante de ellos: al que se refiere a Dios –y a los hombres por Dios–, como en la vocación a una entrega plena, a la santidad. Toda dádiva y todo don perfecto de arriba viene, como que desciende del Padre de las luces, en quien no cabe mudanza, ni cambio, ni variación13. «Cristo necesita de vosotros y os llama para ayudar a millones de hermanos vuestros a ser plenamente hombres y a salvarse. Vivid con esos nobles ideales en vuestra alma (...). Abrid vuestro corazón a Cristo, a su ley de amor; sin condicionar vuestra disponibilidad, sin miedo a respuestas definitivas, porque el amor y la amistad no tienen ocaso»14, permanecen siempre en plenitud, porque el amor no envejece.
Enseña Santo Tomás15 que amamos a alguien cuando queremos el bien para él; si, en cambio, intentamos sacar provecho del otro porque nos agrada o nos es útil para algo, entonces propiamente no lo amamos: lo deseamos. Cuando amamos, cuando queremos el bien para otro, toda nuestra persona se entrega a ese amor, con independencia de gustos y de estados de ánimo: «la paga y el jornal del amor es recibir más amor»16. Hemos de pedir al Señor la persuasión firme de que lo principal del amor no es el sentimiento, sino la voluntad y las obras; y exige esfuerzo, sacrificio y entrega. El sentimiento y los estados de ánimo son mudables y sobre ellos no se puede construir algo tan fundamental como es la fidelidad. Esta virtud adquiere su firmeza del amor, del amor verdadero. Por eso, cuando el amor –el humano y el divino– ha pasado ya por el período de mayor sentimiento, lo que queda no es lo menos importante, sino lo esencial, lo que da sentido a todo.
El Señor tiene para cada hombre, para cada uno en concreto, una llamada, un designio, una vocación. Él ha prometido que no fallará a ese llamamiento y lo sostendrá en medio de las tentaciones y dificultades diversas por las que puede pasar una vida. Y para demostrarnos esa permanencia emplea una comparación que todos entendemos bien: la del amor y los cuidados que una madre tiene con sus hijos. Imaginad, nos dice, a una madre profundamente madre, no –si pudiera darse– a la madre egoísta que anda metida en sus cosas. ¿Cómo puede una madre así olvidarse de su hijo?17. Nos parece imposible, pero imaginemos, con todo, que se olvidara del hijo, que no le tuviera en cuenta. Yo, nos dice el Señor, jamás me olvidaría de ti, de tu cometido en la vida, de mi designio amoroso sobre ti, de tu vocación. La fidelidad es la correspondencia amorosa a ese amor de Dios. Sin amor, pronto aparecen las grietas y las fisuras a todo compromiso.
— Amor y fidelidad en lo pequeño.
¿Qué podré dar yo a Yahvé por todos los beneficios que me ha hecho?18. Todos podemos poner lo que está de nuestra parte en esta tarea de la fidelidad. La perseverancia hasta el final de la vida se hace posible con la fidelidad a lo pequeño de cada jornada y el recomenzar cuando, por debilidad, hubo algún paso fuera del camino; fidelidad es corresponder a ese amor de Dios, dejarse amar por Él, quitar los obstáculos que impiden que ese Amor misericordioso penetre en lo más profundo del alma. En muchos momentos de la vida, la fidelidad a Dios se concretará en la fidelidad a la vida de oración, a esas devociones y costumbres que cada día nos mantienen cerca del Señor. La perseverancia propia y ajena está en dependencia de nuestra unión y de nuestro amor filial a Dios. Perseveran los que aman, porque sienten la fortaleza de su Padre Dios en la aparente monotonía de la lucha diaria19.
El amor «es el peso que me arrastra»20, el centro de gravedad, la dirección de nuestra alma en la tarea de la fidelidad. Por eso, el amor a Dios, que no permite muros ni tabiques entre el hombre y su Dios, lleva a la sinceridad, seguro soporte de la fidelidad. Sinceridad, en primer lugar, con uno mismo: reconocer y llamar por su nombre incluso a los deseos, pensamientos, aspiraciones y ensueños cuando todavía ni siquiera han tomado cuerpo, pero que dirigen fuera del propio camino. Y, enseguida, sinceridad con el Señor, que es rectitud de intención, limpieza interior; y sinceridad con quien orienta espiritualmente el alma, manifestándole esos síntomas del egoísmo que, en sus diversas formas, trata de anidar en el corazón. Así contaremos siempre con una poderosa ayuda.
Las virtudes de la fidelidad y lealtad deben informar todas las manifestaciones de la vida del cristiano: relaciones con Dios, con la Iglesia, con el prójimo, en el trabajo, en los deberes de estado... Y se vive la fidelidad en todas sus formas cuando se es fiel a la propia vocación, porque en ella están integrados todos los demás valores a los que debemos lealtad y fidelidad. Si faltara la fidelidad a Dios, todo quedaría desunido y roto.
«El Corazón de Jesús, el Corazón humano de Dios-Hombre, está abrasado por la llama viva del Amor trinitario, que jamás se extingue»21 y es fiel en su amor por los hombres. Nosotros debemos aprender de este amor fiel. Y también nos dirigimos a María: Virgo fidelis, ora pro nobis, ora pro me.
1 Primera lectura de la Misa. Año I. Gen 17, 1-9. — 2 Dt 3, 4. — 3 Ex 34, 6-7. — 4Sal 144, 13. — 5 Sal 116, 1-2. — 6 Cfr. Prov 12, 22. — 7 Cfr. Apoc 2, 20. — 8 Hech10, 45. — 9 2 Tim 4, 7. — 10 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 110, a. 3. —11 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 343, — 12 Sal 144, 3. — 13 Sant 1, 7. — 14Juan Pablo II, Discurso en Javier, 6-XI-1982. — 15 Santo Tomás, o. c., 1-2, q. 26, a. 4. — 16 San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 9, 7. — 17 Cfr. Is 49, 15. — 18 Sal115, 12.  19 Cfr. R. Taboada, La perseverancia, Palabra, Madrid 1987, p. 21. — 20San Agustín, o. c., 13, 9. — 21 Juan Pablo II, Meditación dominical 23-VI-1986.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
La fe es un confiado entregarse a un “Tú” que es Dios
Hoy, ¿qué significa creer? Es necesaria una renovada educación en la fe, que comprenda ciertamente un conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero que sobre todo nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarle, de confiar en Él, de forma que toda la vida esté involucrada en ello.

Hoy, junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto espiritual. A veces las ideas mismas de progreso y bienestar muestran igualmente sus sombras. Cierto tipo de cultura, además, ha educado a moverse sólo en el horizonte de las cosas, de lo factible; a creer sólo en lo que se ve y se toca con las propias manos. En este contexto vuelven a emerger algunas preguntas fundamentales: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Qué nos espera tras el umbral de la muerte?

—La fe es un confiado entregarse a un “Tú” que es Dios, quien me da una certeza distinta, pero no menos sólida que la que me llega del cálculo exacto o de la ciencia.
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Otro comentario: Beata Teresa de Calcuta (1910-1997), fundadora de las Hermanas Misioneras de la Caridad 
Camino de sencillez 
“Jesús extendió la mano y lo tocó.”

En nuestros días, en Occidente, la peor enfermedad no es la tuberculosis o la lepra sino el sentirse indeseable, abandonado, privado de amor. Sabemos cuidar las enfermedades del cuerpo por medio de la medicina, pero el único remedio para la soledad, el desconcierto y el desespero es el amor. Hay mucha gente que muere en el mundo por falta de un trozo de pan, pero hay muchos más que mueren por falta de un poco de amor. La pobreza de Occidente es una pobreza diferente. No es sólo una pobreza de soledad, sino también de falta de espiritualidad. Existe un hambre de amor como existe un hambre de Dios..
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Otro comentario: Rev. D. Xavier ROMERO i Galdeano (Cervera, Lleida, España)
Señor, si quieres puedes limpiarme
Hoy, el Evangelio nos muestra un leproso, lleno de dolor y consciente de su enfermedad, que acude a Jesús pidiéndole: «Señor, si quieres puedes limpiarme» (Mt 8,2). También nosotros, al ver tan cerca al Señor y tan lejos nuestra cabeza, nuestro corazón y nuestras manos de su proyecto de salvación, tendríamos que sentirnos ávidos y capaces de formular la misma expresión del leproso: «Señor, si quieres puedes limpiarme» (Mt 8,2).

Ahora bien, se impone una pregunta: Una sociedad que no tiene conciencia de pecado, ¿puede pedir perdón al Señor? ¿Puede pedirle purificación alguna? Todos conocemos mucha gente que sufre y cuyo corazón está herido, pero su drama es que no siempre es consciente de su situación personal. A pesar de todo, Jesús continúa pasando a nuestro lado, día tras día (cf. Mt 28,20), y espera la misma petición: «Señor, si quieres...» (cf. Mt 8,2). No obstante, también nosotros debemos colaborar. San Agustín nos lo recuerda en su clásica sentencia: «Aquél que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Es necesario, pues, que seamos capaces de pedir al Señor que nos ayude, que queramos cambiar con su ayuda.

Alguien se preguntará: ¿por qué es tan importante darse cuenta, convertirse y desear cambiar? Sencillamente porque, de lo contrario, seguiríamos sin poder dar una respuesta afirmativa a la pregunta anterior, en la que decíamos que una sociedad sin conciencia de pecado difícilmente sentirá deseos o necesidad de buscar al Señor para formular su petición de ayuda.

Por eso, cuando llega el momento del arrepentimiento, el momento de la confesión sacramental, es preciso deshacerse del pasado, de las lacras que infectan nuestro cuerpo y nuestra alma. No lo dudemos: pedir perdón es un gran momento de iniciación cristiana, porque es el momento en que se nos cae la venda de los ojos. ¿Y si alguien se da cuenta de su situación y no quiere convertirse? Dice un refrán popular: «No hay peor ciego que el que no quiere ver».

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