lunes, 15 de julio de 2013

Evangelio - Lunes XV Semana del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 10, 34-42; 11,1
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus apóstoles: 
"No piensen que he venido a traer la paz a la tierra; no he venido a traer la paz, sino la guerra. He venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y los enemigos de cada uno serán los de su propia familia. 
El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. 
El que salve su vida, la perderá y el que la pierda por mí, la salvará.
Quien los recibe a ustedes, me recibe a mí; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. 
El que recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo. 
Quien diere, aunque no sea más que un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, yo les aseguro que no perderá su recompensa".
Cuando acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, Jesús partió de allí para enseñar y predicar en otras ciudades. 
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
15ª Semana. Lunes
LOS PADRES Y LA VOCACIÓN DE LOS HIJOS

— Libertad plena para seguir a Cristo. La vocación es un honor inmenso.
Quien ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí, leemos en el Evangelio de la Misa1. Al decidirnos libremente a seguir al Señor por entero, entendemos que han de ceder otros planes: padre, madre, novio, novia... El llamamiento de Dios es lo primero, lo demás debe quedar en segundo término.
Las palabras de Jesús no entrañan ninguna oposición entre el primero y el cuarto mandamiento, pero señalan el orden que ha de seguirse. Debemos amar a Dios con todas nuestras fuerzas a través de la peculiar vocación recibida; y también hemos de amar y respetar –en teoría y en la práctica– a los padres que Dios nos ha dado, con quienes tenemos una deuda tan grande. Pero el amor a los padres no puede anteponerse al amor a Dios; de ordinario no tiene por qué plantearse la oposición entre ambos, pero si en algún caso se llegara a dar, habría que recordar aquellas palabras de Cristo adolescente en el Templo de Jerusalén: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que Yo esté en las cosas de mi Padre?2, respuesta de Jesús a María y a José, que le buscaban angustiados, y que constituye una enseñanza para los hijos y para los padres: los hijos, para aprender que no se puede anteponer el cariño familiar al amor de Dios, especialmente cuando el Señor pide un seguimiento que lleva consigo una total entrega; los padres, para saber que sus hijos son de Dios ante todo, y que Él tiene derecho a disponer de ellos, aunque en alguna ocasión esto suponga un sacrificio grande a los padres3.
Triste decisión sería aquella que llevara a desoír a Dios para no disgustar a los padres, y más triste consuelo sería el de los padres, pues, como dice San Bernardo, «su consuelo es la muerte del hijo»4. Difícilmente podrían haberle causado un daño mayor.
Al Señor solo se le puede seguir con la libertad nacida del desprendimiento más pleno: libertad de corazón, que no anda prendido en melancolías y añoranzas, en flojos sentimientos que conducen a una entrega a medias; libertad también que conlleva la necesaria autonomía para cumplir la voluntad de Dios. No se gana nada con una decisión a medias, con un corazón dividido. Puede ocurrir en algunos casos que la decisión de seguir por entero al Señor no sea comprendida por los propios parientes: porque no la entiendan, porque se hayan forjado otros planes, legítimos, o porque no quieran participar en la renuncia que les corresponde. Debemos contar con ello, y, aunque seguir a Cristo cause dolor a los padres, hemos de entender entonces que la fidelidad a la propia vocación es el mayor bien para nosotros y para la familia entera. En toda circunstancia, siendo muy firmes al propio camino, tenemos que querer a nuestros padres mucho más que antes de la llamada; debemos pedir mucho por ellos, para que comprendan que «no es un sacrificio, para los padres, que Dios les pida sus hijos; ni, para los que llama el Señor, es un sacrificio seguirle.
»Es, por el contrario, un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad»5. Es el mayor honor que el Señor puede hacer a una familia, una de las mayores bendiciones.
— Dejar a los padres, cuando llega el momento oportuno, es ley de vida.
Quien ha entregado su corazón por completo al Señor, lo recupera más joven, más grande y más limpio para querer a todos. El amor a los padres, a los hermanos..., pasa entonces por el Corazón de Cristo, y de ahí sale enriquecido.
Señala Santo Tomás de Aquino que Santiago y Juan son alabados porque siguieron al Señor abandonando a su padre, y no lo hicieron porque este los incitase al mal, sino porque «estimaron que su padre podría pasar la vida de otro modo, siguiendo ellos a Cristo»6. El Maestro había estado cerca de sus vidas, los había llamado, y desde entonces todo lo demás se situó en segundo lugar. En el Cielo encontrarán los padres una especial gloria, fruto en buena parte de la correspondencia de sus hijos a la llamada de Dios: la vocación es un bien y una bendición para todos.
La vocación es iniciativa divina; Él sabe bien qué es lo mejor para el llamado y para la familia. Muchos padres aceptan incondicionalmente, con alegría, la voluntad de Dios para sus hijos y dan gracias cuando alguno de ellos es llamado para seguir a Cristo; otros adoptan actitudes muy diversas, alimentadas por varios motivos: lógicos y comprensibles unos, con mezcla de egoísmo otros. Con la excusa de que sus hijos son demasiado jóvenes –para seguir la llamada de Dios, no para tomar otras decisiones también comprometidas–, o de que carecen de la necesaria experiencia, se dejan llevar por la grave tentación a que aludía Pío XII: «aun entre aquellos que se jactan de la fe católica, no faltan muchos padres que no se resignan a la vocación de sus hijos, y combaten sin escrúpulos la llamada divina con toda clase de argumentos, incluso con medios que pueden poner en peligro, no solo la vocación a un estado más perfecto, sino la conciencia misma y la salvación eterna de aquellos que debían serles tan queridos»7. Olvidan que ellos son «colaboradores de Dios», y que es ley de vida que los hijos abandonen el hogar paterno también para formar un nuevo hogar, o simplemente por motivos de trabajo, de estudio. Muchas veces, aún jóvenes, se marchan a vivir a otro lugar, sin que ocurra ninguna catástrofe. En otras ocasiones, son las mismas familias quienes fomentan esta separación para el bien de los hijos. ¿Por qué han de poner trabas en el seguimiento de Cristo? Él «no separa jamás a las almas»8.
— Desear lo mejor para los hijos.
Los buenos padres desean siempre lo mejor para sus hijos. Son capaces de llevar a cabo los mayores sacrificios por su bien humano. Y, ¡cómo no!, por su bien sobrenatural. Se sacrifican para que crezcan llenos de salud, para que mejoren en sus estudios, para que tengan buenos amigos..., para que vivan según el querer de Dios, lleven una vida honrada y cristiana. Para eso los llamó Dios al matrimonio; la educación de los hijos es un querer expreso de Dios en sus vidas; es de ley natural.
En el Evangelio encontramos muchas peticiones en favor de los hijos: una mujer que sigue con perseverancia a Jesús hasta que cura a su hija9, un padre que le pide que expulse al demonio que atormenta a su hijo10, el jefe de la sinagoga de Cafarnaún, Jairo, que espera con impaciencia al Señor porque su única hija de doce años está a punto de morir11... Es ejemplar la decisión con que la madre de Santiago y Juan se acerca a Cristo para pedirle algo que ellos no se habían atrevido a pedir. Sin pensar en sí misma, se acercó a Jesús, le adoró, y manifestó querer pedirle una gracia12. ¡Cuántas madres y cuántos padres a lo largo de los siglos han pedido para sus hijos bienes y favores, que jamás se hubieran atrevido a solicitar para ellos mismos! El Señor, comprensivo ante este cariño tan grande de madre, no lo rechaza, pero se dirige a los dos hermanos para darles el mayor honor que puede tener un hombre: compartir con Él la propia copa, su mismo destino, su misma misión.
Los padres deben pedir lo mejor para sus hijos, y lo mejor es seguir la propia llamada, lo que Dios tiene dispuesto para cada uno. Este es el gran secreto para ser felices en la tierra y llegar al Cielo, donde nos espera un gozo sin límite y sin fin. Sin embargo, desde el punto de vista de cada llamada considerada en sí misma, es verdad que la castidad en el celibato por amor a Dios es la vocación más grande: «La Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma –de virginidad o celibato– frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios»13. ¡Cuántas vocaciones a una entrega plena ha concedido Dios a los hijos por la generosidad y la petición de los padres! Es más, el Señor se vale de ordinario de los mismos padres para crear un clima idóneo donde pueda crecer y desarrollarse la semilla de la vocación: «Los esposos cristianos –afirma el Concilio Vaticano II– son para sí mismos, para sus hijos y demás familia, cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Son para sus hijos los primeros predicadores y educadores de la fe; los forman con su palabra y su ejemplo para la vida cristiana y apostólica, les ayudan prudentemente a elegir su vocación y fomentan con todo esmero la vocación sagrada cuando la descubren en sus hijos»14. No pueden ir más allá, pues no les compete discernir si tienen o no vocación; únicamente han de formar bien su conciencia, y han de ayudarles a descubrir su camino, sin forzar su voluntad.
Una vocación en medio de la familia comporta una especial confianza y predilección del Señor para todos. Es un privilegio, que es necesario proteger –especialmente con la oración– como un gran tesoro. Dios bendice el lugar donde nació una vocación fiel: «no es sacrificio entregar los hijos al servicio de Dios: es honor y alegría»15.
1 Mt 10, 34; 11, 1. — 2 Lc 2, 49. — 3 Cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, I, EUNSA, Pamplona 1983, notas a Mt 10, 34-37 y Lc 2, 49. — 4 San Bernardo,Epístola 3, 2. — 5 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 18. — 6 Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2 q. 101, a. 4 ad 1. — 7 Pío XII, Enc. Ad catholici sacerdotii, 20-XII-1935. — 8 Cfr. San Josemaría Escrivá, Surco, n. 23. — 9 Mt 15, 21-28. — 10 Mt 17, 14-20. — 11 Mt 9, 18-26. — 12 Mt 20, 20-21. — 13 Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 16. — 14 Conc. vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 11. — 15 Cfr. San Josemaría Escrivá, Surco, n. 22.
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Otro comentario: Juan Taulero (c. 1300-1361), dominico en Estrasburgo 
Sermón 59, 4º para la Exaltación de la santa cruz 
“Quien quiera guardar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mi causa, la salvará”

Reflexionemos sobre esta palabra de nuestro Señor: que quiere "atraer todas las cosas hacia si" (Jn 12,32 tipos de Vulg). El que quiere atraer todas las cosas, las reúne primero y luego las atrae. Así hace nuestro Señor: recuerda primero al hombre sus divagaciones exteriores y sus dispersiones, haciéndole recoger sus sentidos, sus facultades, palabras, obras, y en el interior sus pensamientos, su intención, su imaginación, sus deseos, sus inclinaciones, su inteligencia, su voluntad y su amor. Cuando todo está bien recordado, Dios atrae al hombre, porque primero hay que separarte de todo bien exterior o interior al cual te ataste poniendo en eso tu satisfacción plena. Este despego es una cruz penosa, tanto más penosa cuanto más firme y más fuerte era el afecto... ¿Por qué permitió Dios que el día y noche de hoy se parecieran al día y a la noche que preceden? ¿Por qué lo que te ayudaba a la devoción hoy no te será de ningún socorro mañana? ¿Por qué tienes una muchedumbre de imágenes y de pensamientos que no acaban en nada? Querido hijo, acepta de Dios esta cruz y sopórtala: se te transformará en una cruz muy amable, si pudieras entregarle estas pruebas a Dios, aceptarlas, con un abandono verdadero, y agradecimiento por todo a Dios: "proclama mi alma la grandeza del Señor" (cf Lc 1,46). Que Dios coja o dé, el Hijo del hombre debe ser elevado sobre la cruz... Querido hijo, deja todo esto y aplícate más bien a un abandono verdadero, y piensa en aceptar mucho más la cruz de la tentación que buscar la flor de la dulzura espiritual... Nuestro Señor dijo: "el que quiera venirse conmigo, tome su cruz y me siga" (Lc 9,23).
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
¿Qué es "amor"?
Hoy —en nuestro tiempo— "amor" significa tantas cosas —incluso contrarias— que a menudo no se percibe su genuino sentido. Todos queremos amor, pero no todo es amor. Jesús ofrece un criterio sensato: amar es un "perderse". Quien no esté dispuesto a las "fatigas del éxodo" no puede amar: amor y comodidad son incompatibles.

La Trinidad representa el amor esencial (un eterno "Ser para…") y el hombre es imagen de Dios: alguien que por inclinación natural desea "dar y recibir amor". ¡Perder la vida!: Jesucristo describe su propio itinerario, que a través de la cruz lo lleva a la resurrección. Es el camino del grano de trigo que cae en tierra y muere, dando fruto abundante. El amor es una exigencia que no me deja intacto: no puedo limitarme a seguir siendo yo a secas, sino que he de perderme una y otra vez.
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Otro comentario: Rev. D. Valentí ALONSO i Roig (Barcelona, España)
El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí
Hoy Jesús nos ofrece una mezcla explosiva de recomendaciones; es como uno de esos banquetes de moda donde los platos son pequeñas "tapas" para saborear. Se trata de consejos profundos y duros de digerir, destinados a sus discípulos en el centro de su proceso de formación y preparación misionera (cf. Mt 11,1). Para gustarlos, debemos contemplar el texto en bloques separados.

Jesús empieza dando a conocer el efecto de su enseñanza. Más allá de los efectos positivos, evidentes en la actuación del Señor, el Evangelio evoca los contratiempos y los efectos secundarios de la predicación: «Enemigos de cada cual serán los que conviven con él» (Mt 10,36). Ésta es la paradoja de vivir la fe: la posibilidad de enfrentarnos, incluso con los más próximos, cuando no entendemos quién es Jesús, el Señor, y no lo percibimos como el Maestro de la comunión.

En un segundo momento, Jesús nos pide ocupar el grado máximo en la escala del amor: «quien ama a su padre o a su madre más que a mí…» (Mt 10,37), «quien ama a sus hijos más que a mí…» (Mt 10,37). Así, nos propone dejarnos acompañar por Él como presencia de Dios, puesto que «quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mt 10,40). El efecto de vivir acompañados por el Señor, acogido en nuestra casa, es gozar de la recompensa de los profetas y los justos, porque hemos recibido a un profeta y un justo.

La recomendación del Maestro acaba valorando los pequeños gestos de ayuda y apoyo a quienes viven acompañados por el Señor, a sus discípulos, que somos todos los cristianos. «Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo...» (Mt 10,42). De este consejo nace una responsabilidad: respecto al prójimo, debemos ser conscientes de que quien vive con el Señor, sea quien sea, ha de ser tratado como le trataríamos a Él. Dice san Juan Crisóstomo: «Si el amor estuviera esparcido por todas partes, nacerían de él una infinidad de bienes».

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