miércoles, 4 de diciembre de 2013

Evangelio - Miércoles 1º Semana de Adviento

† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 15, 29-37
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, llegó Jesús a la orilla del lago de Galilea; subió a la montaña y se sentó allí. Se le acercó mucha gente trayendo tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y otros muchos enfermos; los pusieron a sus pies y Jesús los curó. 
La gente se maravillaba al ver que los lisiados quedaban curados, los ciegos veían, los mudos hablaban y los tullidos caminaban; y se pusieron a alabar al Dios de Israel.
 
Entonces Jesús llamó a sus discípulos y les dijo:
 
"Siento lástima de esta gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen nada para comer. No quiero despedirlos en ayunas, no sea que se desmayen por el camino".
 
Los discípulos le dijeron:
 
"¿Dónde vamos a conseguir pan en este lugar despoblado para dar de comer a tanta gente?"
 
Jesús les preguntó:
 
"¿Cuántos panes tienen?"
 
Ellos contestaron:
 
"Siete, y unos pocos pescados".
Entonces Jesús mandó a la gente que se sentara en el suelo. Tomó los siete panes y los peces,
 dio gracias, los partió y se los iba dando a los discípulos y éstos a la gente. 
Todos comieron hasta hartarse, y con lo que sobró llenaron siete canastos.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
Adviento. 1ª semana. Miércoles
UN MESÍAS MISERICORDIOSO

— Acudir siempre a la misericordia del Señor. Meditar su vida para aprender a ser misericordiosos con los demás.

Acudió a él mucha gente, llevando tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos otros, leemos en el Evangelio de la Misa de hoy; los echaban a sus pies y él los curaba. La gente se admiraba al ver hablar a los mudos, sanos a los lisiados, andar a los tullidos y con vista a los ciegos...
Jesús llamó a sus discípulos, y les dijo: Me da lástima de la gente1. Esta es la razón que tantas veces mueve el corazón del Señor. Llevado por su misericordia hará a continuación el espléndido milagro de la multiplicación de los panes.
La liturgia nos hace considerar este pasaje del Evangelio durante el tiempo de Adviento porque la abundancia de bienes y la misericordia sin límites serían señales de la llegada del Mesías.
Me da lástima de la gente. Este es el gran motivo para darse a los demás: ser compasivos y tener misericordia.
Y para aprender a ser misericordiosos debemos fijarnos en Jesús, que viene a salvar lo que estaba perdido; no viene a terminar de romper la caña cascada ni a apagar del todo la mecha que aún humea2, sino a cargar con nuestras miserias para salvarnos de ellas, a compadecerse de los que sufren y de los necesitados. Cada página del Evangelio es una muestra de la misericordia divina.
Debemos meditar la vida de Jesús porque “Jesucristo resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina (...). Nos han quedado muy grabadas también, entre muchas otras escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím. ¡Cuántas razones de justicia para explicar este gran prodigio! Ha muerto el hijo único de aquella pobre viuda, el que daba sentido a su vida, el que podía ayudarla en su vejez. Pero Cristo no obra el milagro por justicia; lo hace por compasión, porque interiormente se conmueve ante el dolor humano”3. ¡Jesús que se conmueve ante nuestro dolor!
La misericordia de Dios es la esencia de toda la historia de la salvación, el porqué de todos los hechos salvíficos.
Dios es misericordioso, y ese divino atributo es como el motor que guía y mueve la historia de cada hombre. Cuando los Apóstoles quieren resumir la Revelación, aparece siempre la misericordia como la esencia de un plan eterno y gratuito, generosamente preparado por Dios. Con razón puede el Salmista asegurar que de la misericordia del Señor está llena la tierra4. La misericordia es la actitud constante de Dios hacia el hombre. Y el recurso a ella es el remedio universal para todos nuestros males, también para aquellos que creíamos que ya no tenían remedio.
Meditar en la misericordia del Señor nos ha de dar una gran confianza ahora y en la hora de nuestra muerte, como rezamos en el Avemaría. Qué alegría poderle decir al Señor, con San Agustín: “¡Toda mi esperanza estriba solo en tu gran misericordia!”5. Solo en eso, Señor. En tu misericordia se apoya toda mi esperanza. No en mis méritos, sino en tu misericordia.

— El Señor es especialmente compasivo y misericordioso con los pecadores que se arrepienten. Acudir al sacramento de la misericordia. Nuestro comportamiento con los demás.

De forma especial, el Señor muestra su misericordia con los pecadores: les perdona sus pecados. Con frecuencia, los fariseos le criticaban por esto, pero Él los rechaza diciendo que no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos6.
Nosotros, que estamos enfermos, que somos pecadores, necesitamos recurrir muchas veces a la misericordia divina: Muéstranos, Señor, tu misericordia. Y danos tu salvación7, repite continuamente la Iglesia en este tiempo litúrgico.
En tantas ocasiones, cada día, tendremos que acudir al Corazón misericordioso de Jesús y decirle: Señor, si quieres, puedes limpiarme8. Especialmente en estas circunstancias, “el conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo ven así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él”9. Verdaderamente, podemos exclamar también nosotros: ¡Qué grande es la misericordia del Señor y su piedad para los que se vuelven a Él!10. ¡Qué grande es la misericordia divina para cada uno de nosotros!
Esto nos impulsa a volver muchas veces al Señor, mediante el arrepentimiento de nuestras faltas y pecados, especialmente en el sacramento de la misericordia divina, que es la Confesión.
Pero el Señor ha puesto una condición para obtener de Él compasión y misericordia por nuestros males y flaquezas: que también nosotros tengamos un corazón grande para quienes nos rodean. En la parábola del buen samaritano11 nos enseña el Señor cuál debe ser nuestra actitud ante el prójimo que sufre. No nos está permitido “pasar de largo” con indiferencia, sino que debemos “pararnos” junto a él. “Buen samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que ese sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es una determinada disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que se conmueve ante la desgracia del prójimo.
“Si Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya esta conmoción, quiere decir que es importante para toda nuestra actitud frente al sufrimiento ajeno. Por lo tanto, es necesario cultivar en uno mismo esta sensibilidad del corazón hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única o la principal manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre”12.
¿No tendremos en el propio hogar, en la oficina o en la fábrica, a esa persona herida, física o moralmente, que requiere, con urgencia quizá, nuestra disponibilidad, nuestro afecto y nuestros cuidados?

— Las obras de misericordia.

Existe en toda la Sagrada Escritura una urgencia por parte de Dios para que el hombre tenga también sentimientos de misericordia, esa “compasión de la miseria ajena, que nos mueve a remediarla, si es posible”13. Nos promete el Señor que seremos dichosos si tenemos un corazón misericordioso para con los demás, y que alcanzaremos misericordia de parte de Dios.
El campo de la misericordia es tan grande como el de la miseria humana que se trata de remediar. Y el hombre puede padecer miseria y calamidades en el orden físico, intelectual y moral... Por eso, las obras de misericordia son innumerables –tantas como necesidades tiene el hombre–, aunque tradicionalmente, por vía de ejemplo, se han señalado catorce obras de misericordia, en las que esta virtud se manifiesta de modo especial.
Nuestra actitud compasiva y misericordiosa ha de ser, en primer lugar, con quienes habitualmente tenemos un mayor trato –la familia, los amigos–, con quienes Dios ha puesto a nuestro lado y con aquellos que se encuentran más necesitados.
Muchas veces la misericordia consistirá en preocuparnos por la salud, por el descanso, por el alimento de los que Dios nos encomienda. Los enfermos merecen una atención especial: compañía, interés verdadero por su enfermedad, enseñarles y ayudarles a que ofrezcan a Dios su dolor... En una sociedad deshumanizada por los frecuentes ataques a la familia, es cada vez mayor el número de enfermos y ancianos abandonados, sin consuelo y sin cariño. Visitar a estas personas en su soledad es una obra de misericordia cada vez más necesaria. Dios premia de una manera especial estos ratos de compañía: lo que por uno de estos hicisteis, por Mí lo hicisteis14, nos dice el Señor.
También debemos practicar, junto a las llamadas obras materiales de misericordia, las espirituales. En primer lugar corregir al que yerra, con la advertencia oportuna, con caridad, sin que se ofenda; enseñar al que no sabe, especialmente en lo que se refiere a la ignorancia religiosa, el gran enemigo de Dios, que aumenta de día en día en proporciones alarmantes: la catequesis ha pasado en la actualidad a ser una obra de misericordia de primerísima importancia y urgencia; aconsejar al que duda, con honradez y rectitud de intención, ayudándole en su camino hacia Dios; consolar al afligido, compartiendo su dolor, animándole para que recupere la alegría y entienda el sentido sobrenatural de esa pena que sufre;perdonar al que nos ofende, con prontitud, sin darle demasiada importancia a la ofensa, y cuantas veces sea necesario; socorrer al que necesita ayuda, prestando ese servicio con generosidad y alegría; finalmente, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos, sintiéndonos especialmente ligados por la Comunión de los Santos a esas personas con las que estamos más obligados por razones de parentesco, amistad, etcétera.
Nuestra actitud de misericordia hacia los demás se ha de extender a otras muchas manifestaciones de la vida, pues “nada puede hacerte tan imitador de Cristo –dice San Juan Crisóstomo– como la preocupación por los demás. Aunque ayunes, aunque duermas en el suelo, aunque, por así decir, te mates, si no te preocupas del prójimo, poca cosa hiciste, aún distas mucho de Su imagen”15.
Así obtendremos de Dios misericordia para nuestra vida, y quizá la merezcamos también para los demás, ese abismo de misericordia que se extiende de generación en generación16, según profetizó nuestra Señora a su prima Santa Isabel.
Pidamos la misericordia divina para nosotros mismos, ¡que tanto la necesitamos!, y para nuestra generación, a través de Santa María, Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Ante la próxima fiesta de la Inmaculada nuestro confiado recurso a la Virgen se hace, si cabe, más continuo y enamorado.

1 Mt 5, 7.  2 Lc 19, 10; Is 41, 9. — 3 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 7.  4 Sal33, 5.— 5 San Agustín, Confesiones, 10. — 6 Mt 9, 12.  7 Sal 84, 8. — 8 Mt 8, 2. — 9 Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 13. — 10 Eccl 17, 28.  11 Lc 10, 30 ss. — 12 Juan Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 28.  13 San Agustín, La ciudad de Dios, 9, 5. — 14 Mt 25, 40. — 15 San Juan Crisóstomo, Coment. a la 1ª epístola a los Corintios. — 16 Lc 1, 50.
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Otro comentario: Rev. D. Joan COSTA i Bou (Barcelona, España)
‘¿Cuántos panes tenéis?’. Ellos dijeron: ‘Siete, y unos pocos pececillos’
Hoy contemplamos en el Evangelio la multiplicación de los panes y peces. Mucha gente —comenta el evangelista Mateo— «se le acercó» (Mt 15,30) al Señor. Hombres y mujeres que necesitan de Cristo, ciegos, cojos y enfermos de todo tipo, así como otros que los acompañan. Todos nosotros también tenemos necesidad de Cristo, de su ternura, de su perdón, de su luz, de su misericordia... En Él se encuentra la plenitud de lo humano.

El Evangelio de hoy nos hace caer en la cuenta, a la vez, de la necesidad de hombres que conduzcan a otros hacia Jesucristo. Los que llevan a los enfermos a Jesús para que los cure son imagen de todos aquellos que saben que el acto más grande de caridad para con el prójimo es acercarlo a Cristo, fuente de toda Vida. La vida de fe exige, pues, la santidad y el apostolado.

San Pablo exhorta a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cf. Fl 2,5). Nuestro relato muestra cómo es el corazón: «Siento compasión de la gente» (Mt 15,32). No puede dejarlos porque están hambrientos y fatigados. Cristo busca al hombre en toda necesidad y se hace el encontradizo. ¡Cuán bueno es el Señor con nosotros!; y ¡cuán importantes somos las personas a sus ojos! Sólo con pensarlo se dilata el corazón humano lleno de agradecimiento, admiración y deseo sincero de conversión.

Este Dios hecho hombre, que todo lo puede y que nos ama apasionadamente, y a quien necesitamos en todo y para todo —«sin mi no podéis nada» (Jn 15,5)— necesita, paradójicamente, también de nosotros: éste es el significado de los siete panes y los pocos peces que usará para alimentar a una multitud del pueblo. Si nos diéramos cuenta de cómo Jesús se apoya en nosotros, y del valor que tiene todo lo que hacemos para Él, por pequeño que sea, nos esforzaríamos más y más en corresponderle con todo nuestro ser.

Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
El Hijo de Dios se encarnó por nuestra salvación
Hoy, este panorama de curaciones (¡signo de salvación!) interpela la controversia sobre el mesianismo de Jesús: ¿ha redimido verdaderamente a Israel? La misión, tal como Él la ha vivido, seguramente no se corresponde con la expectativa de la salvación mesiánica inmediata que tenían los hombres, que se sentían oprimidos no tanto por sus pecados, sino por la miseria de su existencia. 
San José recibió la orden de dar un nombre al niño; el mismo nombre que el ángel había indicado también a María: "Jesús", que significa "Dios es salvación". El ángel que habló en sueños a José aclara en qué consiste esta salvación: "Él salvará a su pueblo de los pecados".
—Si el hombre trastoca su primera y fundamental relación —la que tiene con Dios— entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden. Jesús quiere señalar al hombre el núcleo de su mal y hacerle comprender: si no eres curado en "esto", no obstante todas las cosas buenas que puedas encontrar, no estarás verdaderamente curado.

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