miércoles, 19 de febrero de 2014

Evangelio - Jueves VI Semana del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según san Marcos (8, 27-33)
Gloria a tiSeñor.
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a los poblados de Cesarea de Filipo. Por el camino les hizo esta pregunta: " ¿Quién dice la gente que soy yo?
Ellos le contestaron
Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otrosque Elías; yotros,que alguno de los profetas”.
Entonces él les preguntó:
"Y ustedes; ¿quién dicen que soy yo?"
 Pedro le respondió: "Tú eres el Mesías". 
Y les ordenó que no se lo dijeran a nadie. Luego se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos , los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día. Todo esto lo dijo con entera claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo Jesús se volvió, y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro con estas palabras:
"¡Apártate de mi Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres".

Palabra del Señor.
Gloria a tiSeñor Jesús.

+Meditación 

6ª semana. Jueves
LA MISA, CENTRO DE LA VIDA CRISTIANA

— Participación de los fieles en el sacrificio eucarístico.
Caminaba Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo; en el camino preguntó a quienes le acompañaban: ¿Quién dicen los hombres que soy yo?1. Y los Apóstoles, con toda sencillez, le cuentan lo que se hablaba de Él: unos decían que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los Profetas. Corrían sobre Jesús las opiniones más variadas. Entonces Él se dirige a los suyos de una manera abierta y amable, y les dice: ¿Y vosotros quién decís que soy yo? No les pide una opinión más o menos favorable, sino la firmeza de la fe. Después de tanto tiempo con ellos han de saber quién es Él, sin titubeos, con seguridad. Pedro respondió enseguida: Tú eres el Cristo.
También a nosotros tiene el Señor derecho a pedirnos una clara confesión de fe –con palabras y con obras– en medio de un mundo en el que parece cosa normal la confusión, la ignorancia y el error. Mantenemos nosotros con Jesús un estrecho vínculo, que nació en el Bautismo y que ha crecido día a día. En este sacramento se estableció una íntima y profunda unión con Cristo, porque en él recibimos su mismo Espíritu y fuimos elevados a la dignidad de hijos de Dios. Se trata de una comunión de vida mucho más profunda que la que pudiera darse entre dos seres humanos cualesquiera. Así como la mano unida al cuerpo está llena de la corriente de vida que fluye de todo el cuerpo, de modo semejante el cristiano está lleno de la vida de Cristo2. Él mismo nos enseñó, con una bella imagen, la forma en que estamos unidos a Él: Yo soy la vid; vosotros los sarmientos...3. Y es tan fuerte la unión a la que podemos llegar todos los cristianos, si luchamos por la santidad, que podremos llegar a decir: Vivo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí4. Esta cercanía con Jesucristo nos debe llenar de alegría, pues si somos parte viva del Cuerpo Místico de Cristo participamos en todo lo que Cristo realiza.
En cada Misa, Cristo se ofrece todo entero, también juntamente con la Iglesia, que es su Cuerpo Místico, formado por todos los bautizados. Por esta unión con Cristo a través de la Iglesia, los fieles ofrecen el sacrificio juntamente con Él, y con Él se ofrecen también a sí mismos: participan, por tanto, de la Misa como oferentes y como ofrendas. Sobre el altar, Jesucristo hace presentes a Dios Padre los padecimientos redentores y meritorios que soportó en la Cruz, y también los de sus hermanos. ¿Cabe mayor intimidad, mayor unión con Cristo? ¿Cabe mayor dignidad? La Santa Misa, bien vivida, puede cambiar la propia existencia. «Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio para toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado»5.
Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? En el sacrificio eucarístico conocemos bien a Cristo. Allí se hace firme nuestra fe, y nos fortalecemos para confesar abiertamente que Jesucristo es el Mesías, el Unigénito de Dios, que ha venido para la salvación de todos.
— El «alma sacerdotal» del cristiano y la Santa Misa.
La Santa Misa es ofrecida por los sacerdotes y también por los fieles, pues «por el carácter que se imprimió en sus almas en el momento del Bautismo participan del sacerdocio mismo de Cristo»6, aunque esta participación sea esencialmente diferente de la de quienes han recibido el sacramento del Orden7.
Solo por las palabras del sacerdote –en cuanto representa a Cristo–, en el momento de la Consagración se hace presente el mismo Cristo sobre el altar, pero todos los fieles participan en esa oblación que se hace a Dios Padre para bien de toda la Iglesia. Juntamente con el sacerdote ofrecen el sacrificio, uniéndose a sus intenciones de petición, de reparación, de adoración y de acción de gracias; más aún, se unen al mismo Cristo, Sacerdote eterno, y a toda la Iglesia8.
En la Misa podemos ofrecer cada día todas las cosas creadas9 y todas nuestras obras: el trabajo, el dolor, la vida familiar, la fatiga y el cansancio, las iniciativas apostólicas que queremos llevar a cabo en ese día... El Ofertorio es un momento muy adecuado para presentar nuestras ofrendas personales, que se unen entonces al sacrificio de Cristo. ¿Qué ponemos cada día en la patena del sacerdote?, ¿qué encuentra allí el Señor? Llevados por ese «alma sacerdotal», que nos mueve a identificarnos más con Cristo en medio de la vida corriente, no solo ofreceremos las realidades de nuestra existencia, sino que nos ofreceremos a nosotros mismos, en lo más íntimo de nuestro ser.
Orad, hermanos, para que este sacrificio, mío y vuestro, sea agradable a Dios, Padre todopoderoso. El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de su Nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia10; debemos llenar de contenido, y de oración personal, esta como otras oraciones que se repiten en cada Misa. Acudimos a la Misa para hacer nuestro su Sacrificio único, de infinito valor. Nos lo apropiamos y nos presentamos ante la Trinidad Beatísima revestidos de los incontables méritos de Jesucristo aspirando con certeza al perdón, a una mayor gracia en el alma y a la vida eterna; adoramos con la adoración de Cristo, satisfacemos con los méritos de Jesús, pedimos con Su voz, siempre eficaz. Todo lo suyo se hace nuestro. Y todo lo nuestro se hace suyo: oración, trabajo, alegrías, pensamientos y deseos, que entonces adquieren una dimensión sobrenatural y eterna. Todo cuanto hacemos adquiere valor en la medida en que se ofrece con Cristo, Sacerdote y Víctima, sobre el altar. Cuando buscamos esta intimidad con el Señor, «en la propia vida se entrelaza lo humano con lo divino. Todos nuestros esfuerzos –aun los más insignificantes– adquieren un alcance eterno, porque van unidos al sacrificio de Jesús en la Cruz»11.
Nuestra participación en la Misa culmina en la Sagrada Comunión, la más plena identificación con Cristo que jamás pudimos soñar. Nunca los Apóstoles, antes de la institución de la Sagrada Eucaristía, en los años en los que recorrieron Palestina con Jesús, pudieron gustar una intimidad con Él como la que tenemos nosotros después de comulgar. Pensemos ahora cómo es nuestra Misa, cómo son nuestras comuniones. Si procuramos prepararlas bien, si rechazamos con prontitud cualquier distracción voluntaria, si hacemos muchos actos de fe y de amor, si en nuestra alma se hace realidad, en frecuentes momentos, esa exclamación llena de fe de San Pedro: Tú eres el Cristo.
— Vivir la Misa a lo largo del día. Preparación.
La Misa es el más importante y provechoso de nuestros encuentros personales con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, pues toda la Trinidad se encuentra presente en el sacrificio eucarístico, y es el mejor modo, y el más grato a Dios, de corresponder al amor divino. La Misa es «el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano»12. De modo semejante a como los radios de un círculo convergen, todos, en su centro, así todas nuestras acciones, nuestras palabras y pensamientos han de centrarse en el Sacrificio del Altar. Allí adquiere valor redentor todo lo que hacemos. Por eso ayuda tanto a la vida cristiana el renovar el ofrecimiento de obrasdurante la Misa; ofrecemos todo lo que vamos haciendo en el transcurso de la jornada, uniéndolo con la intención a la Misa del día siguiente o a la que en aquel momento se está celebrando en el lugar más cercano, o en cualquier parte del mundo. Así, nuestro día, de un modo misterioso pero real, forma parte de la Misa: es, en cierto modo, una prolongación del Sacrificio del Altar; nuestra existencia y nuestro quehacer es como materia del sacrificio eucarístico, al que se orienta y en el que se ofrece. La Santa Misa centra y ordena así el día, con sus alegrías y pesares. Las mismas flaquezas se purifican en cuanto forman parte de una vida ofrecida a Dios. El trabajo estará mejor realizado si pensamos que lo hemos puesto en la patena del sacerdote, o si en ese momento nos unimos internamente a otra Misa, en la que no podemos estar corporalmente. Y ocurrirá lo mismo con las demás realidades del día: los pequeños sacrificios de toda vida familiar, la fatiga y el dolor... A la vez, el mismo trabajo y todas las incidencias de la jornada son una excelente preparación para la Misa del día siguiente, preparación que procuraremos intensificar en esos momentos más cercanos a la celebración, echando a un lado toda rutina. «No os acostumbréis nunca a celebrar o a asistir al Santo Sacrificio: hacedlo, por el contrario, con tanta devoción como si se tratara de la única Misa de vuestra vida: sabiendo que allí está siempre presente Cristo, Dios y Hombre, Cabeza y Cuerpo, y, por tanto, junto a Nuestro Señor, toda su Iglesia»13.
Para conseguir los frutos que el Señor nos quiere dar en cada Misa, debemos, además, cuidar la preparación del alma, la participación en los ritos litúrgicos, que ha de ser consciente, piadosa y activa14. Para ello, debemos cuidar la puntualidad, que es la primera muestra de delicadeza para con Dios y para con los demás fieles, el arreglo personal, el modo de estar sentados o de rodillas..., como quien está ante su Amigo, pero también ante su Dios y su Señor, con la reverencia y el respeto debido, que es señal de fe y de amor. Y seguir los ritos de la acción litúrgica, haciendo propias las aclamaciones, los cantos, los silencios –oración callada–..., sin prisas, llenando de actos de fe y de amor toda la Misa, pero particularmente el momento de la Consagración, viviendo cada una de las partes (pidiendo de corazón perdón al rezar el acto penitencial, escuchando con atención las lecturas...).
Y si vivimos con piedad, con amor, el Santo Sacrificio, saldremos a la calle con una inmensa alegría, firmemente dispuestos a mostrar con obras la vibración de nuestra fe: ¡Tú eres el Cristo! Muy cercana a Jesús encontraremos a Santa María, que estuvo presente al pie de la Cruz y participó de un modo pleno y singular en la Redención. Ella nos enseñará los sentimientos y las disposiciones con que debemos vivir el sacrificio eucarístico, donde se ofrece su Hijo.
1 Mc 8, 27-33. — 2 Cfr. M. SchmausTeología dogmática, vol. V, p. 42 ss.— 3 Jn 15, 15. — 4 Gal 2, 20. — 5 San Josemaría EscriváCarta 2-II-1945. — 6 Pío XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947, n. 23. — 7 Cfr. Conc. Vat. II, Const.Lumen gentium, 10.  8 Cfr Pío XIIloc. cit., n. 24. — 9 Cfr. Pablo VI, Instr. Eucharisticum mysterium, 6.  10Misal RomanoOrdinario de la Misa. — 11 San Josemaría EscriváVía Crucis, Rialp, Madrid 1981, X, n. 5. — 12ídemEs Cristo que pasa, 87; Cfr. Conc. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 14. — 13 San Josemaría Escrivá,Carta 28-III-1955. — 14 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 48.
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Otro comentario: Rev. D. Joan Pere PULIDO i Gutiérrez Secretario del obispo de Sant Feliu (Sant Feliu de Llobregat, España)
¿Quién dicen los hombres que soy yo? (...) Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Hoy seguimos escuchando la Palabra de Dios con la ayuda del Evangelio de san Marcos. Un Evangelio con una inquietud bien clara: descubrir quién es este Jesús de Nazaret. Marcos nos ha ido ofreciendo, con sus textos, la reacción de distintos personajes ante Jesús: los enfermos, los discípulos, los escribas y fariseos. Hoy nos lo pide directamente a nosotros: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,29).

Ciertamente, quienes nos llamamos cristianos tenemos el deber fundamental de descubrir nuestra identidad para dar razón de nuestra fe, siendo unos buenos testigos con nuestra vida. Este deber nos urge para poder transmitir un mensaje claro y comprensible a nuestros hermanos y hermanas que pueden encontrar en Jesús una Palabra de Vida que dé sentido a todo lo que piensan, dicen y hacen. Pero este testimonio ha de comenzar siendo nosotros mismos conscientes de nuestro encuentro personal con Él. Juan Pablo II, en su Carta apostólica "Novo millennio ineunte", nos escribió: «Nuestro testimonio sería enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro».

San Marcos, con este texto, nos ofrece un buen camino de contemplación de Jesús. Primero, Jesús nos pregunta qué dice la gente que es Él; y podemos responder, como los discípulos: Juan Bautista, Elías, un personaje importante, bueno, atrayente. Una respuesta buena, sin duda, pero lejana todavía de la Verdad de Jesús. Él nos pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,29). Es la pregunta de la fe, de la implicación personal. La respuesta sólo la encontramos en la experiencia del silencio y de la oración. Es el camino de fe que recorre Pedro, y el que hemos de hacer también nosotros.

Hermanos y hermanas, experimentemos desde nuestra oración la presencia liberadora del amor de Dios presente en nuestra vida. Él continúa haciendo alianza con nosotros con signos claros de su presencia, como aquel arco puesto en las nubes prometido a Noé.

Otro comentario:   Jesús hablaba claramente de su muerte y resurrección

Dios, hablaba a los suyos de su muerte y resurrección, claramente y con confianza.
Dios, Jesús, sabía lo que iba a vivir, y lo aceptaba por el bien de las almas, para la salvación de todos los que libremente crean en Él.
Cree en Jesús, haz obras de fe y vive la dicha de saber que, después de la muerte, está la resurrección y la vida en el Reino de los Cielos.
Cree y confía en El que dio su vida por ti. Pídele ayuda en todo lo que necesites, y dale las gracias por todo lo que tienes y por el consuelo a tus sufrimientos.
Dios te Ama y te cura, y te salva y te ayuda.
P. Jesús
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
La confesión de Pedro en el camino hacia Jerusalén
Hoy contemplamos un hito en el camino de Jesucristo: la confesión de Pedro. Jesús pregunta a los discípulos qué dice la gente de Él y qué piensan ellos mismos. Las opiniones de la gente constituyen aproximaciones —desde el pasado— al misterio de Jesucristo y tienen algo en común: sitúan a Jesús en la categoría de los profetas (Elías, Jeremías, Bautista…). Pero no alcanzan a su naturaleza divina. 

Pedro contesta en nombre de los Doce con una declaración que se aleja claramente de la opinión de la "gente": "Tú eres el Cristo" (o, también, según pasajes paralelos, el "Ungido", "Hijo de Dios"). Inmediatamente después, Jesús anuncia su pasión y resurrección, y añade una enseñanza sobre el camino de los discípulos: consistirá en seguir al "Crucificado" en un "perderse a sí mismos". 

—En su confesión, Pedro utilizó "palabras de promesa" de la Antigua Alianza: fue una confesión "como a tientas". Aquella confesión adquirió su forma completa cuando Tomás tocó las heridas del Resucitado y exclamó conmovido: "¡Señor mío y Dios mío!".
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Otro comentario:  San Rafael Arnaiz Barón (1911-1938), monje trapense español  -  Escritos Espirituales 07/04/1938

    "Por primera vez, les enseñó que hacía falta que el Hijo del hombre
                                                    sufriera mucho"

Bendito Jesús, ¿qué me enseñarán los hombres, que no enseñes Tú desde la Cruz? Ayer vi claramente que solamente acudiendo a Ti se aprende; que sólo Tú das fuerzas en las pruebas y tentaciones y que solamente a los pies de tu Cruz, viéndote clavado en ella, se aprende a perdonar, se aprende humildad, caridad y mansedumbre. No me olvides, Señor..., mírame postrado a tus pies y accede a lo que te pido. Vengan luego desprecios, vengan humillaciones, vengan azotes de parte de las criaturas...,¡qué me importa! Contigo a mi lado lo puedo todo... La portentosa, la admirable, la inenarrable lección que Tú me enseñas desde tu Cruz, me da fuerzas para todo.

A Ti te escupieron, te insultaron, te azotaron, te clavaron en un madero, y siendo Dios, perdonabas humilde, callabas y aún te ofrecías... ¡Qué podré decir yo de tu Pasión!... Más vale que nada diga y que allá adentro de mi corazón medite en esas cosas que el hombre no puede llegar jamás a comprender. Conténteme con amar profundamente, apasionadamente el misterio de tu Pasión… ¡Qué dulce es la Cruz de Jesús! ¡Qué dulce es sufrir perdonando! ¡Cómo no volverme loco!... Me enseña su Corazón abierto a los hombres, y despreciado... ¡Dónde se ha visto ni quién ha soñado dolor semejante! ¡Qué bien se vive en el Corazón de Cristo!





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