domingo, 30 de marzo de 2014

Evangelio - IV Domingo de Cuaresma

† Lectura del santo Evangelio según san Juan 9, 1.6-9.13-17.34-38
Gloria a ti, Señor
En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un ciego de nacimiento. Escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, se lo puso en los ojos al ciego, y le dijo:
"Ve a lavarte a la piscina de Siloé" (que significa "Enviado").
El fue, se lavó y volvió con vista. Y los vecinos y los que lo habían visto antes pidiendo limosna, comentaban:
"¿No es ése el que se sentaba a pedir limosna?"
Unos decían:
"Sí, es el mismo".
Otros, en cambio, negaban que se trataba del mismo y decían:
"No es él, sino uno que se le parece".
Pero el ciego decía:
"Soy yo".
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego, pues en un sábado Jesús hizo lodo con su saliva y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
El les contestó:
"Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo".
Algunos de los fariseos comentaban:
"Este hombre no puede venir de Dios, porque no respeta el sábado".
Otros replicaban:
"¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?"
Y estaban divididos, y volvieron a preguntarle al ciego:
"Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?"
El contestó:
"Que es un profeta".
Le replicaron:
"¿ Es que pretendes darnos lecciones a nosotros, tú que estás lleno de pecado desde que naciste?"
Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo:
"¿Crees en el hijo del hombre?"
El ciego preguntó:
"Y quién es, Señor, para que crea en El?"
Jesús le dijo:
"Lo estás viendo: es el que está hablando contigo".
Entonces el hombre dijo:
"Creo, Señor".
Y se postró ante Jesús.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús

† Meditación diaria
Cuaresma. Cuarto domingo
LA ALEGRÍA EN LA CRUZ

— La alegría es compatible con la mortificación y el dolor. Se le opone la tristeza, no la penitencia.

Alégrate, Jerusalén; alegraos con ella todos los que la amáis, gozaos de su alegría..., rezamos en la Antífona de entrada de la Misa: Laetare, Ierusalem...1.
La alegría es una característica esencial del cristiano, y la Iglesia no deja de recordárnoslo en este tiempo litúrgico para que no olvidemos que debe estar presente en todos los momentos de nuestra vida. Existe una alegría que se pone de relieve en la esperanza del Adviento, otra viva y radiante en el tiempo de Navidad; más tarde, la alegría de estar junto a Cristo resucitado; hoy, ya avanzada la Cuaresma, meditamos la alegría de la Cruz. Es siempre el mismo gozo de estar junto a Cristo: “solo de Él, cada uno de nosotros puede decir con plena verdad, junto con San Pablo: Me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20). De ahí debe partir vuestra alegría más profunda, de ahí ha de venir también vuestra fuerza y vuestro sostén. Si vosotros, por desgracia, debéis encontrar amarguras, padecer sufrimientos, experimentar incomprensiones y hasta caer en pecado, que rápidamente vuestro pensamiento se dirija hacia Aquel que os ama siempre y que con su amor ilimitado, como de Dios, hace superar toda prueba, llena todos nuestros vacíos, perdona todos nuestros pecados y empuja con entusiasmo hacia un camino nuevamente seguro y alegre”2.
Este domingo es tradicionalmente conocido con el nombre de Domingo “Laetare”, por la primera palabra de la Antífona de entrada. La severidad de la liturgia cuaresmal se ve interrumpida en este domingo que nos habla de alegría. Hoy está permitido que –si se dispone de ellos– los ornamentos del sacerdote sean color rosa en vez de morados3, y que pueda adornarse el altar con flores, cosa que no se hace los demás días de Cuaresma4.
La Iglesia quiere recordarnos así que la alegría es perfectamente compatible con la mortificación y el dolor. Lo que se opone a la alegría es la tristeza, no la penitencia. Viviendo con hondura este tiempo litúrgico que lleva hacia la Pasión –y por tanto hacia el dolor–, comprendemos que acercarnos a la Cruz significa también que el momento de nuestra Redención se acerca, está cada vez más próximo, y por eso la Iglesia y cada uno de sus hijos se llenan de alegría: Laetare, alégrate, Jerusalén, y alegraos con ella todos los que la amáis.
La mortificación que estaremos viviendo estos días no debe ensombrecer nuestra alegría interior, sino todo lo contrario: debe hacerla crecer, porque nuestra Redención se acerca, el derroche de amor por los hombres que es la Pasión se aproxima, el gozo de la Pascua es inminente. Por eso queremos estar muy unidos al Señor, para que también en nuestra vida se repita, una vez más, el mismo proceso: llegar, por su Pasión y su Cruz, a la gloria y a la alegría de su Resurrección.

— La alegría tiene un origen espiritual, surge de un corazón que ama y se siente amado por Dios.

 Alegraos siempre en el Señor, otra vez os digo: alegraos5. Con una alegría que es equivalente a felicidad, a gozo interior, y que lógicamente también se manifiesta en el exterior de la persona.
“Como es sabido, existen diversos grados de esta “felicidad”. Su expresión más noble es la alegría o “felicidad” en sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades superiores, encuentra la satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado (...). Con mayor razón conoce la alegría y felicidad espiritual cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable”6. Y continúa diciendo Pablo VI: “La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro origen: es espiritual. El dinero, el “confort”, la higiene, la seguridad material, no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza, forman parte, por desgracia, de la vida de muchos”7.
El cristiano entiende perfectamente estas ideas expresadas por el Romano Pontífice. Y sabe que la alegría surge de un corazón que se siente amado por Dios y que a su vez ama con locura al Señor. Un corazón que se esfuerza además para que ese amor a Dios se traduzca en obras, porque sabe –con el refrán castellano– que “obras son amores y no buenas razones”. Un corazón que está en unión y en paz con Dios, pues, aunque se sabe pecador, acude a la fuente del perdón: Cristo en el sacramento de la Penitencia.
Al ofrecerte, Señor, en la celebración gozosa del domingo, los dones que nos traen la salvación, te rogamos nos ayudes...8. Los sufrimientos y las tribulaciones acompañan a todo hombre en la tierra, pero el sufrimiento, por sí solo, no transforma ni purifica; incluso puede ser causa de rebeldía y de desamor. Algunos cristianos se separan del Maestro cuando llegan hasta la Cruz, porque ellos esperan la felicidad puramente humana, libre de dolor y acompañada de bienes naturales.
El Señor nos pide que perdamos el miedo al dolor, a las tribulaciones, y nos unamos a Él, que nos espera en la Cruz. Nuestra alma quedará más purificada, nuestro amor más firme. Entonces comprenderemos que la alegría está muy cerca de la Cruz. Es más, que nunca seremos felices si no nos unimos a Cristo en la Cruz, y que nunca sabremos amar si a la vez no amamos el sacrificio. Esas tribulaciones, que con la sola razón parecen injustas y sin sentido, son necesarias para nuestra santidad personal y para la salvación de muchas almas. En el misterio de la corredención, nuestro dolor, unido a los sufrimientos de Cristo, adquiere un valor incomparable para toda la Iglesia y para la humanidad entera. El Señor nos hace ver, si acudimos a Él con humildad, que todo –incluso aquello que tiene menos explicación humana– concurre para el bien de los que aman a Dios9. El dolor, cuando se le da su sentido, cuando sirve para amar más, produce una íntima paz y una profunda alegría. Por eso, el Señor en muchas ocasiones bendice con la Cruz.
Así hemos de recorrer “el camino de la entrega: la Cruz a cuestas, con una sonrisa en tus labios, con una luz en tu alma”10.

— Dios ama al que da con alegría.

El cristiano se da a Dios y a los demás, se mortifica y se exige, soporta las contrariedades... y todo eso lo hace con alegría, porque entiende que esas cosas pierden mucho de su valor si las hace a regañadientes: Dios ama al que da con alegría11. No nos tiene que sorprender que la mortificación y la Penitencia nos cuesten; lo importante es que sepamos encaminarnos hacia ellas con decisión, con la alegría de agradar a Dios, que nos ve.
““¿Contento?” —Me dejó pensativo la pregunta.
“—No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios”12. Quien se siente hijo de Dios, es lógico que experimente ese gozo interior.
La experiencia que nos transmiten los santos es unánime en este sentido. Bastaría recordar la confidencia que hace el apóstol San Pablo a los de Corinto: ... estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones13. Y conviene recordar que la vida de San Pablo no fue fácil ni cómoda: Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas; una vez fui lapidado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en alta mar; en mis frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, en frecuentes ayunos, con frío y desnudez14. Pues bien, con todo lo que acaba de enumerar, San Pablo es veraz cuando nos dice:estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones.
Tenemos cerca la Semana Santa y la Pascua, y por tanto el perdón, la misericordia, la compasión divina, la sobreabundancia de la gracia. Unas jornadas más, y el misterio de nuestra salud quedará consumado. Si alguna vez hemos tenido miedo a la penitencia, a la expiación, llenémonos de valor, pensando en que el tiempo es breve y el premio grande, sin proporción con la pequeñez de nuestro esfuerzo. Sigamos con alegría a Jesús, hasta Jerusalén, hasta el Calvario, hasta la Cruz. Además, “¿no es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?”15.

1 Is 66, 10-11. — 2 Juan Pablo II, Alocución, 1-III-1980. — 3 Misal Romano, Ordenación General, n. 308. — 4 Caeremoniale Episcoporum, 1984, n. 48. — 5 Flp 4, 4. — 6 Pablo VI, Exhor. Apos. Guadete in Domino, 9-V-1975, I. — 7 Ibídem. — 8 Oración sobre las ofrendas, Dom. IV de Cuaresma. — 9Cfr. Rom 8, 28. — l0 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, II, 3. — 11 2 Cor 9, 7. — 12 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 61. — 13 2 Cor 7, 4. — 14 2 Cor 11, 24-27. — 15 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, II.
_______________________________________________________________________________________________________________________________

Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
La luz de la fe: “Creo, Señor”
Hoy, Jesús cura a un hombre ciego de nacimiento. La pregunta que el Señor Jesús dirige al que había sido ciego constituye el culmen de la narración: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Aquel hombre reconoce el signo realizado por Jesús y pasa de la luz de los ojos a la luz de la fe: “Creo, Señor”. 

Conviene destacar cómo una persona sencilla y sincera, de modo gradual, recorre un camino de fe: en un primer momento encuentra a Jesús como un “hombre” entre los demás; luego lo considera un “profeta”; y, al final, sus ojos se abren y lo proclama “Señor”. En contraposición a la fe del ciego curado se encuentra el endurecimiento del corazón de los fariseos que no quieren aceptar el milagro, porque se niegan a aceptar a Jesús como el Mesías. 

—También nosotros a causa del pecado de Adán nacimos “ciegos”, pero en la fuente bautismal fuimos iluminados por la gracia de Cristo. El pecado había herido a la humanidad, pero en Cristo resplandece la novedad de la vida y la meta a la que estamos llamados.
Otro comentario: Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España)
Vete, lávate
Hoy, cuarto domingo de Cuaresma —llamado domingo “alegraos”— toda la liturgia nos invita a experimentar una alegría profunda, un gran gozo por la proximidad de la Pascua.

Jesús fue causa de una gran alegría para aquel ciego de nacimiento a quien otorgó la vista corporal y la luz espiritual. El ciego creyó y recibió la luz de Cristo. En cambio, aquellos fariseos, que se creían en la sabiduría y en la luz, permanecieron ciegos por su dureza de corazón y por su pecado. De hecho, «No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista» (Jn 9,18).

¡Cuán necesaria nos es la luz de Cristo para ver la realidad en su verdadera dimensión! Sin la luz de la fe seríamos prácticamente ciegos. Nosotros hemos recibido la luz de Jesucristo y hace falta que toda nuestra vida sea iluminada por esta luz. Más aun, esta luz ha de resplandecer en la santidad de la vida para que atraiga a muchos que todavía la desconocen. Todo eso supone conversión y crecimiento en la caridad. Especialmente en este tiempo de Cuaresma y en esta última etapa. San León Magno nos exhorta: «Si bien todo tiempo es bueno para ejercitarse en la virtud de la caridad, estos días de Cuaresma nos invitan a hacerlo de manera más urgente».

Sólo una cosa nos puede apartar de la luz y de la alegría que nos da Jesucristo, y esta cosa es el pecado, el querer vivir lejos de la luz del Señor. Desgraciadamente, muchos —a veces nosotros mismos— nos adentramos en este camino tenebroso y perdemos la luz y la paz. San Agustín, partiendo de su propia experiencia, afirmaba que no hay nada más infeliz que la felicidad de aquellos que pecan.

La Pascua está cerca y el Señor quiere comunicarnos toda la alegría de la Resurrección. Dispongámonos para acogerla y celebrarla. «Vete, lávate» (Jn 9,7), nos dice Jesús… ¡A lavarnos en las aguas purificadoras del sacramento de la Penitencia! Ahí encontraremos la luz y la alegría, y realizaremos la mejor preparación para la Pascua.
________________________________________________________________________________
Otro comentario:  Una homilía escrita en África del Norte siglo V-VI atribuida a San Fulgencio (467-532) PL 65, 880

"Nosotros somos la arcilla, tu eres nuestro alfarero; nosotros todos somos obra de tus manos" (Is 64,7)

El que “ilumina a todo hombre viniendo al mundo” (Jn 1,9) es el verdadero espejo del Padre. Cristo pasa en cuanto es espejo del Padre (Hb 1,3) y deja lejos la ceguera de los ojos de los que no ven. Cristo, que viene del cielo, pasa, a fin de que toda carne le vea…; El ciego, por sí solo, no podía ver a Cristo, espejo del Padre… Cristo abrió los ojos del ciego y en Cristo vio el espejo del Padre... El primer hombre fue creado luminoso, y se encontró ciego cuando hizo caso a la serpiente: este ciego se puso en condiciones de renacer cuando creyó… El ciego de nacimiento se quedó sentado… sin reclamarle a ningún médico una pomada para curar sus ojos… El artesano del universo viene y refleja en el espejo la imagen. Ve la miseria del ciego sentado allí y pidiendo limosna. ¡Qué milagro de la fuerza de Dios! Cura lo que ve, ilumina lo que visita…

El que creó el globo terrestre, ahora abrió los globos de los ojos del ciego… El alfarero que nos hizo (Gn 2,6; Is 64,7) vio estos ojos vacíos; los tocó mezclando su saliva con tierra y aplicando este lodo, formó los ojos del ciego… El hombre está formado por arcilla, la pomada de lodo…; La materia que primero había servido para formar los ojos luego los curó. Cuál es el prodigio más grande: ¿crear el globo del sol o recrear los ojos del ciego de nacimiento? El Señor, sobre su trono, hizo brillar el sol; recorriendo las plazas públicas de la tierra, permitió al ciego ver. La luz vino sin haber sido pedida, y sin súplica el ciego fue liberado de su imperfección de nacimiento.
_______________________________________________________________________________
Otro comentario:   Jesús cura

A todos los enfermos curó Jesús, a todos los que querían ser curados, curó Dios, Jesús. Los evangelios están llenos de las curaciones que Jesús, Dios, realizó. Incluso devolvió la vida a varios que habían muerto.
Dios Ama a todos y se compadece de los que sufren. Dios quiere una vida digna para todos.
Curó, repartió comida, y salvó a todos. Tú estás salvado porque Dios murió por ti. Murió y resucitó.
Todos mueren y resucitan, unos a la vida eterna en el Cielo, otros a la vida eterna en el infierno. Nadie se queda eternamente en la tierra, pero todos viven eternamente. 

P. Jesús


No hay comentarios:

Publicar un comentario