miércoles, 26 de marzo de 2014

Evangelio - Jueves 3º Semana de Cuaresma

† Lectura del santo Evangelio según san Lucas 11, 14-23
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo. Cuando salió el demonio, habló el mudo y la gente quedó maravillada. Pero algunos dijeron: 
"Expulsa a los demonios con el poder de Satanás, el príncipe de los demonios". 
Otros, para ponerlo a prueba, le pedían una señal milagrosa. Pero Jesús, que conocía sus malas intenciones, les dijo: 
"Todo reino dividido por luchas internas va a la ruina y se derrumba casa por casa. Si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo mantendrá su reino? Ustedes dicen que yo expulso los demonios con el poder de Satanás. Ahora bien, si yo expulso los demonios con el poder de Satanás, sus hijos, ¿con qué poder los expulsan? Por eso ellos mismos serán sus jueces. Pero si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a ustedes.
Cuando un hombre fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros. Pero si viene otro más fuerte que él y lo vence, le quita las armas en que confiaba y reparte el botín.
El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
Cuaresma. 3ª semana. Jueves
SINCERIDAD Y VERACIDAD
— El «demonio mudo». Necesidad de la sinceridad.
Nos dice el Evangelio de la Misa que estaba Jesús echando un demonio que era mudo, y apenas salió el demonio, habló el mudo, y la multitud se quedó admirada1.
La enfermedad, un mal físico normalmente sin relación con el pecado, es un símbolo del estado en el que se encuentra el hombre pecador; espiritualmente es ciego, sordo, paralítico... Las curaciones que hace Jesús, además del hecho concreto e histórico de la curación, son también un símbolo: representan la curación espiritual que viene a realizar en los hombres. Muchos de los gestos de Jesús para con los enfermos son como una imagen de los sacramentos.
A propósito del pasaje del Evangelio que se lee en la Misa, comenta San Juan Crisóstomo que este hombre «no podía presentar por sí mismo su súplica, pues estaba mudo; y a los otros tampoco podía rogarles, pues el demonio había trabado su lengua, y juntamente con la lengua le tenía atada el alma»2. Bien atado le tenía el diablo.
Cuando en la oración personal no hablamos al Señor de nuestras miserias y no le suplicamos que las cure, o cuando no exponemos esas miserias nuestras en la dirección espiritual, cuando callamos porque la soberbia ha cerrado nuestros labios, la enfermedad se convierte prácticamente en incurable. El no hablar del daño que sufre el alma suele ir acompañado del no escuchar; el alma se vuelve sorda a los requerimientos de Dios, se rechazan los argumentos y razones que podrían dar luz para retornar al buen camino. Por el contrario, nos será fácil abrir con sinceridad el corazón si procuramos vivir este consejo: «... no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que “eso” existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica»3.
Al repetir hoy, en el Salmo responsorial de la Misa, Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón4, formulemos el propósito de no resistirnos a la gracia, siendo siempre muy sinceros.
— Amor a la verdad. Sinceridad en primer lugar con nosotros mismos. Sinceridad con Dios. Sinceridad en la dirección espiritual y en la Confesión. Medios para adquirir esta virtud.
Para vivir una vida auténticamente humana, hemos de amar mucho la verdad, que es, en cierto modo, algo sagrado que requiere ser tratado con respeto y con amor. La verdad está a veces tan oscurecida por el pecado, las pasiones y el materialismo que, de no amarla, no sería posible reconocerla. ¡Es tan fácil aceptar la mentira cuando viene en ayuda de la pereza, de la vanidad, de la sensualidad, del falso prestigio...! A veces la causa de la insinceridad es la vanagloria, la soberbia, el temor a quedar mal.
El Señor ama tanto esta virtud que declaró de Sí mismo: Yo soy la Verdad5, mientras que el diablo es mentiroso y padre de la mentira6, todo lo que promete es falsedad. Jesús pedirá al Padre para los suyos, para nosotros, que sean santificados en la verdad7.
Mucho se habla hoy de ser sinceros, de ser auténticos o de palabras similares, y, sin embargo, los hombres tienden a ocultarse en el anonimato y, con frecuencia, a disfrazar los verdaderos móviles de sus actos ante sí mismos y ante los demás. También ante Dios intentan pasar en el anonimato, y rehúyen el encuentro personal con Él en la oración y en el examen de conciencia. Sin embargo, no podremos ser buenos cristianos si no hay sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás. A los hombres nos da miedo, a veces, la verdad porque es exigente y comprometida. Y en determinadas ocasiones puede llegar la tentación de emplear el disimulo, el pequeño engaño, la verdad a medias, la mentira misma; otras veces, podemos sentir la tentación de cambiar el nombre a los hechos o a las cosas para que no resulte estridente el decir la verdad tal como es.
La sinceridad es una virtud cristiana de primer orden. Y no podríamos ser buenos cristianos si no la viviéramos hasta sus últimas consecuencias La sinceridad con nosotros mismos nos lleva a reconocer nuestras faltas, sin disimularlas, sin buscar falsas justificaciones; nos hace estar siempre alerta ante la tentación de «fabricarnos» la verdad, de pretender que sea verdad lo que nos conviene, como hacen aquellos que pretenden engañarse a sí mismos diciendo que «para ellos» no es pecado algo prohibido por la Ley de Dios. La subjetividad, las pasiones, la tibieza pueden contribuir a no ser sincero con uno mismo. La persona que no vive esta sinceridad radical deforma con facilidad su conciencia y llega a la ceguera interior para las cosas de Dios.
Otro modo frecuente de engañarse a sí mismo es no querer sacar las consecuencias de la verdad para no tener que enfrentarse con ellas, o no decir toda la verdad: «Nunca quieres “agotar la verdad”. —Unas veces, por corrección. Otras –las más–, por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía.
»Así, con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de criterio»8.
Para ser sinceros, el primer medio que hemos de emplear es la oración: pedir al Señor que veamos los errores, los defectos del carácter..., que nos dé fortaleza para reconocerlos como tales, y valentía para pedir ayuda y luchar. En segundo lugar, el examen de conciencia diario, breve pero eficaz, para conocernos. Después, la dirección espiritual y la Confesión, abriendo de verdad el alma, diciendo toda la verdad, con deseos de que conozcan nuestra intimidad para que nos puedan ayudar en nuestro caminar hacia Dios. «No permitáis que en vuestra alma anide un foco de podredumbre, aunque sea muy pequeño. Hablad. Cuando el agua corre, es limpia; cuando se estanca, forma un charco lleno de porquería repugnante, y de agua potable pasa a ser un caldo de bichos»9. Con frecuencia nos ayudará a ser sinceros el decir en primer lugar aquello que más nos cuesta.
Si rechazamos ese demonio mudo, con la ayuda de la gracia, comprobaremos que uno de los frutos inmediatos de la sinceridad es la alegría y la paz del alma. Por eso le pedimos a Dios esta virtud, para nosotros y para los demás.
— Sinceridad y veracidad con los demás. La palabra del cristiano. La lealtad y la fidelidad, virtudes relacionadas con la veracidad. Otras consecuencias del amor a la verdad.
Sinceros con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Si no lo somos con Dios, no podemos amarle ni servirle; si no somos sinceros con nosotros mismos, no podemos tener una conciencia bien formada, que ame el bien y rechace el mal; si no lo somos con los demás, la convivencia se torna imposible, y no agradamos al Señor.
Quienes nos rodean han de sabernos personas veraces, que no mienten ni engañan jamás. Nuestra palabra de cristianos y de hombres y mujeres honrados ha de tener un gran valor delante de los demás:Sea pues, vuestro modo de hablar, sí, sí; no, no, que lo que pasa de esto, de mal principio procede10. El Señor quiere realzar la palabra de la persona de bien que se siente comprometida por lo que dice. La verdad en nuestro actuar debe ser también un reflejo de nuestro trato con Dios.
El amor a la verdad nos llevará a rectificar, si nos hubiéramos equivocado. «Acostúmbrate a no mentir jamás a sabiendas, ni por excusarte, ni de otro modo alguno, y para eso ten presente que Dios es el Dios de la verdad. Si acaso faltas a ella por equivocación, enmiéndalo al instante, si puedes, con alguna explicación o reparación; hazlo así, que una verdadera excusa tiene más gracia y fuerza para disculpar que la mentira»11.
Otra virtud relacionada con la veracidad y la sinceridad es la lealtad, que es la veracidad en la conducta: el mantenimiento de la palabra dada, de las promesas, de los pactos. Nuestros amigos y las personas con las que nos relacionamos han de conocernos como hombres y mujeres leales. La fidelidad es la lealtad a un compromiso estricto que se contrae con Dios o ante Él. A Jesús se le llama el que es fiel y veraz12. Y constantemente la Sagrada Escritura habla de Dios como el que es fiel al pacto con su pueblo, el que cumple con fidelidad el plan de salvación que tiene prometido13.
La infidelidad es siempre un engaño, mientras que la fidelidad es una virtud indispensable en la vida personal y en la vida social. Sobre ella descansan, por ejemplo, el matrimonio, el cumplimiento de los contratos, las actuaciones de los gobernantes...
El amor a la verdad nos llevará también a no formarnos juicios precipitados, basados en una información superficial, sobre personas o hechos. Es necesario tener un sano espíritu crítico ante noticias difundidas por la radio, la televisión, periódicos o revistas, que muchas veces son tendenciosas o simplemente incompletas. Con frecuencia, los hechos objetivos vienen envueltos en medio de opiniones o interpretaciones que pueden dar una visión deformada de la realidad. Especial cuidado hemos de tener con noticias referentes, directa o indirectamente, a la Iglesia. Por el mismo amor a la verdad, hemos de dejar a un lado los canales informativos sectarios que enturbian las aguas, y buscar una información objetiva, veraz y con criterio, a la vez que contribuimos a la recta información de los demás. Entonces se hará realidad la promesa de Jesús: La verdad os hará libres14.
1 Lc 11, 14; Mt 9, 32-33. — 2 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Evangelios, 32, 1. — 3 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 134. — 4 Sal 94. — 5 Jn 14, 6. — 6 Jn8, 44. — 7 Cfr. Jn 17, 17 ss. — 8 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 33. — 9 ídem,Amigos de Dios, 181. — 10 Mt 5, 37. — 11 San Francisco de Sales, Introd. a la vida devota, III, 30. — 12 Apoc 19, 11. — 13 Cfr. Rom 3, 7. — 14 Jn 8, 32.
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Otro comentario: Rev. D. Josep GASSÓ i Lécera (Ripollet, Barcelona, España)
Si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios
Hoy, en la proclamación de la Palabra de Dios, vuelve a aparecer la figura del diablo: «Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo» (Lc 11,14). Cada vez que los textos nos hablan del demonio, quizá nos sentimos un poco incómodos. En cualquier caso, es cierto que el mal existe, y que tiene raíces tan profundas que nosotros no podemos conseguir eliminarlas del todo. También es verdad que el mal tiene una dimensión muy amplia: va “trabajando” y no podemos de ninguna manera dominarlo. Pero Jesús ha venido a combatir estas fuerzas del mal, al demonio. Él es el único que lo puede echar.

Se ha calumniado y acusado a Jesús: el demonio es capaz de conseguirlo todo. Mientras que la gente se maravilla de lo que ha obrado Jesucristo, «algunos de ellos dijeron: ‘Por Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios’» (Lc 11,15).

La respuesta de Jesús muestra la absurdidad del argumento de quienes le contradicen. De paso, esta respuesta es para nosotros una llamada a la unidad, a la fuerza que supone la unión. La desunión, en cambio, es un fermento maléfico y destructor. Precisamente, uno de los signos del mal es la división y el no entenderse entre unos y otros. Desgraciadamente, el mundo actual está marcado por este tipo de espíritu del mal que impide la comprensión y el reconocimiento de los unos hacia los otros.

Es bueno que meditemos cuál es nuestra colaboración en este “expulsar demonios” o echar el mal. Preguntémonos: ¿pongo lo necesario para que el Señor expulse el mal de mi interior? ¿Colaboro suficientemente en este “expulsar”? Porque «del corazón del hombre salen las intenciones malas» (Mt 15,19). Es muy importante la respuesta de cada uno, es decir, la colaboración necesaria a nivel personal. 

Que María interceda ante Jesús, su Hijo amado, para que expulse de nuestro corazón y del mundo cualquier tipo de mal (guerras, terrorismo, malos tratos, cualquier tipo de violencia). María, Madre de la Iglesia y Reina de la Paz, ¡ruega por nosotros!
Otro comentario:  REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
El obrar de Cristo en el Espíritu Santo nos libera del demonio
Hoy consideramos que Cristo, actuando con el Espíritu Santo, se hace presente entre nosotros y nos defiende del mal. ¡Es absurdo que el demonio expulse al demonio! Tengamos sentido común: ¡es Cristo quien —con el "dedo" de Dios— echa a los demonios! 

El anuncio del Reino es "acontecimiento": Palabra de Dios en Persona. Este anuncio es también una lucha contra las fuerzas del mal. El mundo antiguo vivió la aparición de la fe cristiana como una liberación del temor a los demonios que, a pesar del escepticismo y el racionalismo ilustrado, lo invadía todo. Para nosotros no hay más que un Dios y un solo Señor, Jesucristo (cf. 1Cor 8,4): en esta afirmación hay una fuerza liberadora, el gran exorcismo que purifica el mundo. Por muchos "dioses" que fluctúen en el mundo, ¡sólo uno es Dios y Señor!

—Con Jesucristo, Dios ha entrado en la historia de un modo totalmente nuevo: vivimos, de manera singular, el tiempo de la conversión y del arrepentimiento, y también el tiempo del júbilo.
                                                                                                                                                                                 

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