domingo, 18 de mayo de 2014

Evangelio - Domingo 5º Semana de Pascua

† Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 1-12
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
"No pierdan la paz, crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones, si no, se lo habría dicho, porque voy a prepararles un lugar. Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo estén también ustedes. Y ya saben el camino a donde yo voy".
Tomás le dijo:
"Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?"
Jesús le respondió:
"Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocieran a mí, conocerían también a mi Padre. Ahora ya lo conocen y lo han visto".
Le dijo Felipe:
"Señor, muéstranos al Padre y nos basta".
Jesús le replicó:
"Felipe, tanto tiempo hace que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces? Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Entonces por qué dices: "Muéstranos al Padre?" ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?
Las palabras que yo les digo no las digo por mi propia cuenta. Es el Padre, que permanece en mí, quien hace las obras que hago yo, y las hará aún mayores, porque yo me voy al Padre".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
Pascua. Quinto domingo
SER JUSTOS

— Ser justos con quienes nos relacionamos, con quienes dependen de nosotros, con la sociedad.

La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; Él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra1.
La justicia es la virtud cardinal que permite una convivencia recta y limpia entre los hombres. Sin esta virtud, la convivencia se torna imposible, la sociedad, la familia, la empresa dejan de ser humanas y se convierten en lugares donde el hombre atropella al hombre. La justicia regula la convivencia de la sociedad humana en cuanto humana, es decir, basada en el respeto de los derechos personales; “es principio fundamental de la existencia y de la coexistencia de los hombres, como también de las comunidades humanas, de las sociedades y de los pueblos”2.
Un aspecto de esta virtud atañe a las relaciones con el vecino, con el compañero, con el amigo, con el colega y, en general, con toda persona: regula estas relaciones de los hombres entre sí, dando a cada uno lo que le es debido. Otra faceta de la justicia se refiere a los deberes de la sociedad en relación a lo que a cada individuo le corresponde. Por último, existe otro plano de la justicia, que regula aquello que cada individuo concreto debe a la comunidad a la que pertenece, al todo del que forma parte.
La justicia en una sociedad viene de quienes la componen. Son las personas quienes proyectan en la sociedad su justicia o su injusticia, sobre todo quienes en ellas tienen más responsabilidad. Y esto es válido en la familia, en la empresa, en la nación o en el conjunto de naciones que componen el mundo. Si de verdad queremos que la justicia impere en una sociedad –ya se trate de una aldea o de la nación–, hagamos justos a los hombres que la componen: que cada uno de nosotros comience a ser justo en ese triple plano: con quienes nos relacionamos cada día, con quienes dependen de nosotros, dando lo que debemos a la sociedad de la que formamos parte. Esta es la primera obligación moral de la justicia, ser justos en todos los aspectos de nuestra vida: convivir con rectitud y limpieza, ser justos con la familia, con el vecino... con el Estado. La lucha porque impere una mayor justicia en la sociedad es fruto de una serie de decisiones personales, que van modelando el alma de la persona que ejercita esta virtud. Con actos concretos de justicia, el hombre se moverá cada vez con más facilidad por “una voluntad constante e inalterable de dar a cada uno lo suyo”3, pues en esto consiste la esencia de esta virtud.
Si hay una tarea noble y bella que corresponde al común de los ciudadanos es precisamente la de trabajar, con responsabilidad personal, por una sociedad más justa, recta y limpia.

— La promoción de la justicia.

“Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad”4. La fe nos lleva a estar presentes, a intervenir muy directamente en los afanes nobles, en las “menudencias de la vida de familia” y “en los conflictos y tareas que definen cada época histórica”... para santificarnos nosotros y santificar esas realidades, haciéndolas más humanas, más justas, para llevarlas a Dios. “Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana (Cfr. Tertuliano, Apologeticum, 17), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar”5.
La fe nos urge porque es grande la necesidad de justicia que existe en el mundo. “Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor.
“Todas las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de entrega a los demás”6.
El cristiano se esfuerza en remediar lo injusto por amor a Jesucristo y a sus hermanos los hombres. El justo, en el pleno sentido de la palabra, es aquel que va dejando a su paso amor y alegría y no transige con la injusticia allí donde la encuentra, ordinariamente en el ámbito en el que se desarrolla su vida: en la familia, en su empresa, en el municipio donde tiene su hogar... Si hacemos examen, es posible que encontremos injusticias que remediar: juicios precipitados contra personas o instituciones, rendimiento en el trabajo, trato injusto a otras personas...

— Fundamento y fin de la justicia.

El origen, la gran fuerza que mueve al hombre justo, es el amor a Cristo; cuanto más fieles al Señor seamos, más justos seremos, más comprometidos estaremos con la verdadera justicia. Un cristiano sabe que el prójimo, el “otro”, es Cristo mismo, presente en los demás, de modo particular en los más necesitados. “Solo desde la fe se comprende qué es lo que de verdad nos jugamos con la justicia o la injusticia de nuestros actos: acoger o rechazar a Jesucristo”7. Este es el gran motor de nuestras acciones. Esto es lo que solo los cristianos, mediante la fe, podemos ver: Cristo nos espera en nuestros hermanos. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed... Omisiones: Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de mis hermanos más pequeños, dejasteis de hacerlo conmigo8.
El Señor está en cada hombre que padece necesidad. “Los pobres de la sociedad, personalmente considerados, así como las zonas, los grupos étnicos o culturales, los enfermos, los sectores de la población más pobres y marginados tienen que ser preocupación constante de la Iglesia y de los cristianos. Es preciso aumentar los esfuerzos para estar con ellos y compartir sus condiciones de vida, sentirnos llamados por Dios desde las necesidades de nuestros hermanos, hacer que la sociedad entera cambie para hacerse más justa y más acogedora en favor de los más pobres”9.
“Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres”10. Bastaría examinar nuestro espíritu de atención, de respeto, de afán de justicia, enriquecido por la caridad, para conocer con qué fidelidad seguimos a Cristo. Y al revés, si es profundo y verdadero el trato y el amor a Cristo, ese trato y ese amor se desbordan inconteniblemente hacia los demás.
“Las exigencias espirituales y materiales del servicio cristiano a los demás, son grandes: en la voluntad, en el sentimiento, en las obras. Ante ellas, con la ayuda de la gracia divina, el cristiano ni se acobarda ni se atolondra con un nervioso frenesí de “gestos” sorprendentes. Pero tampoco “se queda tranquilo”: caritas enim urget nos: porque nos acucia la caridad de Cristo (2 Cor 5, 14)”11, que nos lleva más allá de la mera justicia, pero –como es claro– supone haber satisfecho lo que es justo.
“Para que este ejercicio de la caridad sea verdaderamente irreprochable y aparezca como tal –enseña el Concilio Vaticano II– , es necesario (...) cumplir antes que nada las exigencias de la justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia”12.
La práctica de la justicia nos lleva a un constante encuentro con Cristo. En último extremo, “hacerle justicia a un hombre es reconocer la presencia de Dios en él”13.
Por eso también, en el cristiano no puede haber verdadera justicia si no está informada por la caridad14, porque quedaría a ras de tierra, empequeñecida. Cristo, en nuestras relaciones con el prójimo, quiere más de nosotros. A Él hemos de pedirle “que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad”15.

1 Salmo responsorial. Sal 33, 4-5. — 2 Juan Pablo II, Audiencia general, 8-XI-1978. — 3 Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 58, a. 1. — 4 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 110. — 5Ibídem, 111. — 6 Ibídem. — 7 P. Rodríguez, Fe y vida de fe, EUNSA, Pamplona 1974, p. 215. — 8Cfr. Mt 25, 45. — 9 Conferencia Episcopal Española, Testigos del Dios vivo, 28-VI-1985, n. 59. —10 San Josemaría Escrivá, o. c., 111. — 11 F. Ocáriz, Amor a Dios, amor a los hombres, Palabra, 3ª ed., Madrid 1973, p. 109. — 12 Conc. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 8. — 13 P. Rodríguez, o. c., p. 217. — 14 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 4, a. 7. — 15 San Josemaría Escrivá, o. c., 167.
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Otro comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
La eternidad en la casa del Padre
Hoy Jesús nos brinda el anhelo más importante para nuestro corazón: la eternidad en la casa del Padre. La esperanza cristiana es, ciertamente, una esperanza "ya entregada": Dios ya se ha encarnado y —cada día— nos "regala" su sacrificio salvador mediante la Eucaristía. Pero la nuestra es, sobre todo, esperanza para el "más allá" del tiempo: la vida eterna.

Nuestro corazón, cuya realización es el amor y que sabe lo que es amar, necesita un horizonte de eternidad. Más aun: sin eternidad no se puede amar. El amor, de hecho, es una pugna contra la muerte. Si no hubiera más vida que esta, la vida sería una broma cruel… porque el amor, si es auténtico, siempre va a más y necesita proyectarse en un "sinfín" (la eternidad).

—Jesús, sin Ti, mi amor es una promesa incumplible, pues yo sólo puedo ofrecer finitud. Pero contigo esa promesa no es insensata, pues en nuestro amor humano unido al tuyo vive la eternidad.
Otro comentario: San Juan Pablo II (1920-2005), papa
Encíclica “Dives in Misericordia” § 12-13 (trad. © copyright Libreria Editrice Vaticana)


“Señor, muéstranos al Padre”

La Iglesia comparte la inquietud de tantos hombres contemporáneos. Por otra parte, debemos preocuparnos también por el ocaso de tantos valores fundamentales que constituyen un bien indiscutible no sólo de la moral cristiana, sino simplemente de la moral humana, de la cultura moral…
En relación con esta imagen de nuestra generación, que no deja de suscitar una profunda inquietud, vienen a la mente las palabras que, con motivo de la encarnación del Hijo de Dios, resonaron en el Magníficat de María y que cantan la misericordia... “de generación en generación”(Lc 1,50)… La Iglesia debe dar testimonio de la misericordia de Dios revelada en Cristo, en toda su misión de Mesías…

Si algunos teólogos afirman que la misericordia es el más grande entre los atributos y las perfecciones de Dios, la Biblia, la Tradición y toda la vida de fe del Pueblo de Dios dan testimonios exhaustivos de ello. No se trata aquí de la perfección de la inescrutable esencia de Dios dentro del misterio de la misma divinidad, sino de la perfección y del atributo con que el hombre, en la verdad intima de su existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras veces con el Dios vivo. Conforme a las palabras dirigidas por Cristo a Felipe, “la visión del Padre”—visión de Dios mediante la fe—halla precisamente en el encuentro con su misericordia un momento singular de sencillez interior y de verdad, semejante a la que encontramos en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11s).

“Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”. La Iglesia profesa la misericordia de Dios, la Iglesia vive de ella en su amplia experiencia de fe y también en sus enseñanzas, contemplando constantemente a Cristo, concentrándose en EL, en su vida y en su evangelio, en su cruz y en su resurrección, en su misterio entero. Todo esto que forma la “visión” de Cristo en la fe viva y en la enseñanza de la Iglesia nos acerca a la “visión del Padre” en la santidad de su misericordia.


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