domingo, 3 de febrero de 2013

Evangelio - Domingo 4º del Tiempo Ordinario


† Lectura del santo Evangelio según san Lucas 4, 21-30
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo comenzó Jesús a decir en la sinagoga:
"Hoy se ha cumplido ante ustedes esta profecía".
Todos lo apoyaban y se admiraban de las palabras que había pronunciado. Comentaban:
"¿No es éste el hijo de José?"
El les dijo:
"Seguramente me recordarán el refrán: "Médico, cúrate a ti mismo". Lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí, en tu pueblo".
Y añadió:
"La verdad es que ningún profeta es apreciado en su tierra. Les aseguro que muchas viudas había en Israel en tiempo de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses y hubo gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en la región de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel cuando el profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino únicamente Naamán el sirio".
Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron; se levantaron, lo echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta un precipicio de la montaña sobre el cual estaba edificada su ciudad, con ánimo de despeñarlo. Pero él, abriéndose paso entre ellos, se fue.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria

Lecturas del día Cuarto Domingo ciclo c

La virtud de la caridad


— La esencia de la caridad.

La Segunda lectura de la Misa nos recuerda el llamado himno de la caridad, una de las páginas más bellas de las Cartas de San Pablo1. El Espíritu Santo, por medio del Apóstol, nos habla hoy de unas relaciones entre los hombres completamente desconocidas para el mundo pagano, pues tienen un fundamento del todo nuevo: el amor a Cristo. Todo lo que hicisteis por uno de mis hermanos pequeños, por mí lo hicisteis2. Con la ayuda de la gracia, el cristiano descubre en su prójimo a Dios: sabe que todos somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo. La virtud sobrenatural de la caridad nos acerca profundamente al prójimo; no es un mero humanitarismo. “Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo”3.
Nuestro Señor dio contenido nuevo e incomparablemente más alto al amor al prójimo, señalándolo como el Mandamiento Nuevo y distintivo de los cristianos4. Es el amor divino –como yo os he amado– la medida del amor que debemos tener a los demás; es, por tanto, un amor sobrenatural, que Dios mismo pone en nuestros corazones. Es a la vez un amor hondamente humano, enriquecido y fortalecido por la gracia.
La caridad se distingue de la sociabilidad natural, de la fraternidad que nace del vínculo de la sangre, de la misma compasión de la miseria ajena... Sin embargo, la virtud teologal de la caridad no excluye estos amores legítimos de la tierra, sino que los asume y sobrenaturaliza, los purifica y los hace más profundos y firmes. La caridad del cristiano se expresa ordinariamente en las virtudes de la convivencia humana, en las muestras de educación y cortesía, que así quedan elevadas a un orden superior y definitivo.
Sin ella la vida se queda vacía... La elocuencia más sublime, y todas las buenas obras si pudieran darse, serían como sonido de campana o de címbalo, que apenas dura unos instantes y se apaga. Sin la caridad –nos lo dice el Apóstol–, de poco sirven los dones más apreciados: si no tengo caridad, nada soy. Muchos doctores y escribas sabían más de Dios, inmensamente más, que la mayoría de quienes acompañaban a Jesús –gente que ignora la ley5–, pero su ciencia quedó sin fruto. No entendieron lo fundamental: la presencia del Mesías en medio de ellos, y su mensaje de comprensión, de respeto y de amor.
La falta de caridad embota la inteligencia para el conocimiento de Dios, y también de la dignidad del hombre; el amor agudiza las potencias, las afina y despierta. Solamente la caridad –amor a Dios, y al prójimo por Dios– nos prepara y dispone para entender al Señor y lo que a Él se refiere, en la medida en que una criatura finita puede hacerlo. El que no ama no conoce a Dios -enseña San Juan-, porque Dios es amor6. También la virtud de la esperanza queda estéril sin la caridad, “pues es imposible alcanzar aquello que no se ama”7; y todas las obras son baldías sin la caridad, aun las más costosas y las que comportan sacrificios: si repartiere todos los bienes y entregara mi cuerpo al fuego, pero no tuviere caridad, de nada me aprovecha. La caridad por nada puede ser sustituida.
Hoy podríamos preguntarnos en nuestra oración cómo vivimos esta virtud cada día: si tenemos detalles de servicio con quienes convivimos, si procuramos ser amables, si pedimos disculpas cuando no lo somos, si damos paz y alegría a nuestro alrededor, si ayudamos a los demás en su caminar hacia el Señor o si, por el contrario, nos mostramos indiferentes; si ponemos en práctica las obras de misericordia, con la visita a los pobres y enfermos, para vivir la solidaridad cristiana con los que sufren; si atendemos a los ancianos, si nos preocupamos por los marginados. En una palabra, si nuestro trato habitual con el Señor se manifiesta en obras de comprensión y de servicio a quienes están cerca de nuestro vivir diario.

— Cualidades de esta virtud.

San Pablo nos señala las cualidades que adornan la caridad. Nos dice, en primer lugar, que la caridad es paciente con los demás. Para hacer el bien se ha de saber primero soportar el mal, renunciando de antemano al enfado, al malhumor, al espíritu desabrido.
La paciencia denota una gran fortaleza. La caridad necesitará frecuentemente de la paciencia para llevar con serenidad los posibles defectos, las suspicacias, el mal genio de quienes tratamos. Esta virtud nos llevará a dar a esos detalles la importancia que realmente tienen, sin agrandarlos; a esperar el momento oportuno, si es necesario corregir; a dar una buena contestación, que logrará en muchas ocasiones que nuestras palabras lleguen beneficiosamente al corazón de esas personas. La paciencia es una gran virtud para la convivencia. A través de ella imitamos a Dios, paciente con tantos errores nuestros y siempre lento a la ira8; imitamos a Jesús, que, conociendo bien la malicia de los fariseos, “condescendió con ellos para ganarlos, como los buenos médicos, que prodigan mejores remedios a los enfermos más graves”9.
La caridad es benigna, es decir, está dispuesta a hacer el bien a todos. La benignidad solo cabe en un corazón grande y generoso; lo mejor de nosotros debe ser para los demás.
La caridad no es envidiosa, pues mientras la envidia se entristece del bien ajeno, la caridad se alegra de ese mismo bien. De la envidia nacen multitud de pecados contra la caridad: la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso y la aflicción en lo próspero del prójimo. Con mucha frecuencia, la envidia es la causa de que se resquebraje la amistad entre amigos y la fraternidad entre hermanos; es como un cáncer que corroe la convivencia y la paz. Santo Tomás la llama “madre del odio”.
La caridad no obra con soberbia, ni es jactanciosa. Muchas de las tentaciones contra la caridad se resumen en actitudes de soberbia hacia el prójimo, pues solo en la medida en que nos olvidamos de nosotros mismos podemos atender y preocuparnos de los demás. Sin humildad no puede existir ninguna otra virtud, y de modo singular no puede haber amor. En muchas faltas de caridad han existido previamente otras de vanidad y orgullo, de egoísmo, de deseos de sobresalir. También de otras muchas maneras se manifiesta la soberbia, que impide la caridad. “El horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos”10.
La caridad no es ambiciosa, no busca lo suyo. La caridad no pide nada para uno mismo; da sin calcular retribución alguna. Sabe que ama a Jesús en los demás, y esto le basta. No solo no es ambiciosa, con un deseo desmesurado de ganancia, sino que ni siquiera busca lo suyo: busca a Jesús.
La caridad no toma en cuenta el mal, no guarda listas de agravios personales, todo lo excusa. No solo pedimos ayuda al Señor para excusar la posible paja en el ojo ajeno, si se diera, sino que nos debe pesar la viga en el propio, las muchas infidelidades a nuestro Dios. La caridad todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. Todo, sin exceptuar nada.
Es mucho lo que podemos dar: fe, alegría, un pequeño elogio, cariño... Nunca esperemos nada a cambio. No nos molestemos si no somos correspondidos: la caridad no busca lo suyo, lo que humanamente considerado parecería que se nos debe. No busquemos nada y habremos encontrado a Jesús.

— La caridad perdura eternamente. Aquí en la tierra es ya primicia y comienzo del Cielo.

La caridad no termina jamás. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada (...). Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad11.
Estas tres virtudes teologales son las más importantes de la vida cristiana porque tienen a Dios como objeto y fin. La fe y la esperanza no permanecen en el Cielo: la fe es sustituida por la visión beatífica; la esperanza, por la posesión de Dios. La caridad, en cambio, perdura eternamente; aquí en la tierra es ya un comienzo del Cielo, y la vida eterna consistirá en un acto ininterrumpido de caridad12.
Esforzaos por alcanzar la caridad13, nos apremia San Pablo. Es el mayor don y el principal mandamiento del Señor. Será el distintivo por el que conocerán que somos discípulos de Cristo14; es una virtud que, para bien o para mal, estamos poniendo a prueba en todo momento. Porque a todas horas podemos socorrer una necesidad, tener una palabra amable, evitar una murmuración, dar una palabra de aliento, ceder el paso, interceder ante el Señor por alguien especialmente necesitado, dar un buen consejo, sonreír, ayudar a crear un clima más amable en nuestra familia o en el lugar de trabajo, disculpar, formular un juicio más benévolo, etc. Podemos hacer el bien u omitirlo; también, hacer positivamente daño a los demás, no solo por omisión. Y la caridad nos urge continuamente a ser activos en el amor con obras de servicio, con oración, y también con la penitencia.
Cuando crecemos en la caridad, todas las virtudes se enriquecen y se hacen más fuertes. Y ninguna de ellas es verdadera virtud si no está penetrada por la caridad: “tanto tienes de virtud cuanto tienes de amor, y no más”15.
Si acudimos frecuentemente a la Virgen, Ella nos enseñará a querer y a tratar a los demás, pues es Maestra de caridad. “La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13)”16. Nuestra Madre Santa María también se entregó por nosotros.
1 1 Cor 12, 31-13, 13. — 2 Mt 25, 40. — 3 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 230. — 4 Cfr. Jn 13, 34. — 5 Jn 7, 49. — 6 1 Jn 4, 8. — 7 San Agustín, Tratado sobre la fe, la esperanza y la caridad, 117. — 8 Cfr. Sal 145, 8. — 9 San Cirilo, en Catena Aurea, vol. VI, p. 46. — 10 S. Canals, Ascética meditada, p. 87. — 11 1 Cor 13, 8-13. — 12 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 114, a. 4. — 13 1 Cor 14, 1. — 14 Cfr. Jn 13, 35. — 15 F. de Osuna, Abecedario espiritual, 16, 4. — 16 San Josemaría Escrivá, o. c., 287.
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Otro comentario: P. Pere SUÑER i Puig SJ (Barcelona, España)
Ningún profeta es bien recibido en su patria
Hoy, en este domingo cuarto del tiempo ordinario, la liturgia continúa presentándonos a Jesús hablando en la sinagoga de Nazaret. Empalma con el Evangelio del domingo pasado, en el que Jesús leía en la sinagoga la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos (...)» (Lc 4,18-19). Jesús, al acabar la lectura, afirma sin tapujos que esta profecía se cumple en Él.

El Evangelio comenta que los de Nazaret se extrañaban de que de sus labios salieran aquellas palabras de gracia. El hecho de que Jesús fuese bien conocido por los nazarenos, ya que había sido su vecino durante la infancia y juventud, no facilitaba su predisposición para aceptar que era un profeta. Recordemos la frase de Natanael: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Jesús les reprocha su incredulidad, recordando aquello: «Ningún profeta es bien recibido en su patria» (Lc 4,24). Y les pone el ejemplo de Elías y de Eliseo, que hicieron milagros para los forasteros, pero no para los conciudadanos.

Por lo demás, la reacción de los nazarenos fue violenta. Querían despeñarlo. ¡Cuántas veces pensamos que Dios tiene que realizar sus acciones salvadoras acoplándose a nuestros grandilocuentes criterios! Nos ofende que se valga de lo que nosotros consideramos poca cosa. Quisiéramos un Dios espectacular. Pero esto es propio del tentador, desde el pináculo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo» (Lc 4,9). Jesucristo se ha revelado como un Dios humilde: el Hijo del hombre «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Imitémosle. No es necesario, para salvar a las almas, ser grande como san Javier. La humilde Teresa del Niño Jesús es su compañera, como patrona de las misiones.









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