viernes, 1 de febrero de 2013

Evangelio - Viernes 3' Semana del Tiempo Ordinario


† Lectura del santo Evangelio según san Marcos 4, 26-34
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo decía Jesús a las muchedumbres:
"Sucede con el reino de Dios lo mismo que con el grano que un hombre echa en la tierra. No importa que él esté dormido o despierto, que sea de noche o de día. El grano germina y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da fruto por sí misma; primero un tallo, luego la espiga, después el trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto está a punto, en seguida se corta con la guadaña, porque ha llegado la cosecha".
Proseguía diciendo:
"¿Con qué comparemos el reino de Dios o con qué parábola lo expondremos? Sucede con él lo que con un grano de mostaza. Cuando se siembra en la tierra es la más pequeña de todas las semillas. Pero, una vez sembrada, crece, y se hace la mayor de todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra".
Con muchas parábolas como éstas Jesús les anunciaba el mensaje, adaptándose a su capacidad de entender. No les decía nada sin parábolas. A sus propios discípulos, sin embargo, les explicaba todo en privado.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
 3ª semana. Viernes

LA FIDELIDAD A LA GRACIA


— La gracia de Dios da siempre sus frutos si nosotros no le ponemos obstáculos.

El Evangelio de la Misa1 nos presenta una pequeña parábola, que recoge solo San Marcos. Nos habla en ella el Señor del crecimiento de la semilla echada en la tierra; una vez sembrada crece con independencia de que el dueño del campo duerma o vele, y sin que sepa cómo se produce. Así es la semilla de la gracia que cae en las almas; si no se le ponen obstáculos, si se le permite crecer, da su fruto sin falta, no dependiendo de quien siembra o de quien riega, sino de Dios que da el incremento2.
Nos da gran confianza en el apostolado considerar frecuentemente que “la doctrina, el mensaje que hemos de propagar, tiene una fecundidad propia e infinita, que no es nuestra, sino de Cristo”3. En la propia vida interior también nos llena de esperanza saber que la gracia de Dios, si nosotros no lo impedimos, realiza silenciosamente en el alma una honda transformación, mientras dormimos o velamos, en todo tiempo, haciendo brotar en nuestro interior –quizá ahora mismo, en la oración– resoluciones de fidelidad, de entrega y de correspondencia.
El Señor nos ofrece constantemente su gracia para ayudarnos a ser fieles, cumpliendo el pequeño deber de cada momento, en el que se nos manifiesta su voluntad y en el que está nuestra santificación. De nuestra parte queda aceptar esas ayudas y cooperar con generosidad y docilidad. Sucede al alma algo parecido a lo que le ocurre al cuerpo: los pulmones necesitan aspirar oxígeno continuamente para renovar la sangre. Quien no respira, acaba por morir de asfixia; quien no recibe con docilidad la gracia que Dios da continuamente, termina por morir de asfixia espiritual4.
Recibir la gracia con docilidad es empeñarnos en llevar a cabo aquello que el Espíritu Santo nos sugiere en la intimidad de nuestro corazón: cumplir cabalmente nuestros deberes –en primer lugar todo lo que se refiere a nuestros compromisos con Dios–; empeñarnos con decisión en alcanzar una meta en una determinada virtud; llevar con garbo sobrenatural y sencillez una contrariedad que quizá se prolonga y nos resulta costosa... Dios nos mueve interiormente, recordándonos a menudo las orientaciones recibidas en la dirección espiritual, y cuanto mayor es la fidelidad a esas gracias, mejor nos disponemos para recibir otras, más facilidad encontramos para realizar obras buenas, mayor alegría hay en nuestra vida, porque la alegría siempre está muy relacionada con la correspondencia a la gracia.

— Los frutos de la correspondencia.

La docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo es necesaria para conservar la vida de la gracia y para tener frutos sobrenaturales. Como nos dice el Señor en la parábola que venimos meditando, la semilla en nuestro corazón tiene la fuerza necesaria para germinar, crecer y dar fruto. Pero en primer lugar es necesario dejar que llegue al alma, darle cabida en nuestro interior, acogerla y no dejarla a un lado, pues “las oportunidades de Dios no esperan. Llegan y pasan. La palabra de vida no aguarda; si no nos la apropiamos, se la llevará el demonio. Él no es perezoso, antes bien, tiene los ojos siempre abiertos y está siempre preparado para saltar, y llevarse el don que vosotros no usáis”5: vivir la pequeña mortificación de dejar ordenados los instrumentos de trabajo, confesar el día que se había previsto, hacer el examen de conciencia con el empeño necesario para darse cuenta de lo que falla y en qué quiere el Señor que se ponga la lucha al día siguiente, vivir el “minuto heroico” al levantarse, desviar o al menos callar en esa conversación en la que no queda bien una persona ausente... La resistencia a la gracia produce sobre el alma el mismo efecto que “el granizo sobre un árbol en flor que prometía abundantes frutos; las flores quedan agostadas y el fruto no llega a sazón”6. La vida interior se empobrece y muere.
El Espíritu Santo nos da innumerables gracias para evitar el pecado venial deliberado y aquellas faltas que, sin ser propiamente un pecado, desagradan a Dios; los santos han sido quienes con mayor delicadeza respondieron a estas ayudas sobrenaturales. También recibimos incontables gracias para santificar las acciones de la vida ordinaria, realizándolas con empeño humano, con perfección, con pureza de intención, por motivos humanos nobles y por motivos sobrenaturales. Si somos fieles, desde por la mañana hasta la noche, a las ayudas que recibimos, nuestros días terminarán llenos de actos de amor a Dios y al prójimo, en los momentos agradables y en los que quizá nos sentimos más cansados, con menos fuerzas y ánimos: todos son buenos para dar fruto. Una gracia lleva consigo otra –al que tiene se le dará7, leíamos ayer en el Evangelio de la Misa– y el alma se fortalece en el bien en la medida en que lo practica, cuanto más trecho se recorre. Cada día es un gran regalo que nos hace el Señor para que lo llenemos de amor en una correspondencia alegre, contando con las dificultades y obstáculos y con el impulso divino para superarlos y convertirlos en motivo de santidad y de apostolado. Todo es bien distinto cuando lo realizamos por amor y para el Amor.


— Evitar el desaliento por los defectos que no desaparecen y por las virtudes que no se alcanzan. Recomenzar muchas veces.

 “El hombre echa la semilla en la tierra cuando forma en su corazón el buen propósito (...); y la semilla germina y crece sin él darse cuenta, porque, aunque todavía no puede advertir su crecimiento, la virtud, una vez concebida, camina a la perfección, y de suyo la tierra fructifica, porque, con la ayuda de la gracia, el alma del hombre se levanta espontáneamente a obrar el bien. Pero la tierra primero produce el trigo en hierba, luego la espiga, y al fin la espiga el trigo”8. La vida interior necesita tiempo, crece y madura como el trigo en el campo.
La fidelidad a los impulsos que el Señor quiere darnos también se manifiesta en evitar el desaliento por nuestras faltas y la impaciencia al ver que sigue costando, quizá, llevar a término con profundidad la oración, desarraigar un defecto o acordarse más veces del Señor mientras se trabaja. El labriego es paciente: no desentierra la semilla ni abandona el campo por no encontrar el fruto esperado en un tiempo que él juzga suficiente para recogerlo; los labradores conocen bien que deben trabajar y esperar, contar con la escarcha y con los días soleados; saben que la semilla está madurando sin que él sepa cómo, y que llegará el tiempo de la siega. “La gracia actúa, de ordinario, como la naturaleza: por grados. —No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede.
“Es menester lograr que las almas apunten muy alto: empujarlas hacia el ideal de Cristo; llevarlas hasta las últimas consecuencias, sin atenuantes ni paliativos de ningún género, sin olvidar que la santidad no es primordialmente obra de brazos. La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias.
“Fomenta tus santas impaciencias..., pero no me pierdas la paciencia”9, como no la pierde el labriego con una sabiduría de siglos. Aprendamos a “apuntar muy alto” en la santidad y en el apostolado esperando el tiempo oportuno, sin desalentarnos jamás, recomenzando muchas veces en nuestros propósitos audaces.
Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que la superación de un defecto o la adquisición de una virtud no depende normalmente de violentos esfuerzos esporádicos, sino de la continuidad humilde de la lucha, de la constancia en intentarlo una y otra vez, contando con la misericordia del Señor. No podemos, por impaciencia, dejar de ser fieles a las gracias que recibimos; esa impaciencia hunde sus raíces, casi siempre, en la soberbia. “Hay que tener paciencia con todo el mundo –señala San Francisco de Sales–, pero, en primer lugar, con uno mismo”10. Nada es irremediable para quien espera en el Señor; nada está totalmente perdido; siempre hay posibilidad de perdón y de volver a empezar: humildad, sinceridad, arrepentimiento... y volver a empezar, correspondiendo al Señor, que está empeñado en que superemos los obstáculos. Hay una alegría profunda cada vez que recomenzamos de nuevo. Y en nuestro paso por la tierra habremos de hacerlo muchas veces, porque faltas las habrá siempre, y tendremos deficiencias, fragilidades, pecados. Seamos humildes y pacientes. El Señor cuenta con los fracasos, pero también espera muchas pequeñas victorias a lo largo de nuestros días; victorias que se alcanzan cada vez que somos fieles a una inspiración, a una moción del Espíritu Santo.
1 Mc 4, 26-32. — 2 Cfr. 1 Cor 3, 5-9. — 3 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 159.  4 Cfr. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol I, p. 104. — 5 Card. J. H. Newman, Sermón para el Domingo de Sexagésima: Llamadas de la gracia. — 6 R. Garrigou-Lagrange, loc. cit., p. 105. — 7 Mc 4, 25. — 8 San Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, 2, 3. — 9 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 668. — 10 San Francisco de Sales,Cartas, frag. 139, en Obras selectas de... BAC, Madrid 1954, II, p. 774.
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Otro comentario: Rev. D. Jordi PASCUAL i Bancells (Salt, Girona, España)
El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano (...y) la tierra da el fruto por sí misma
Hoy Jesús habla a la gente de una experiencia muy cercana a sus vidas: «Un hombre echa el grano en la tierra (...); el grano brota y crece (...). La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga» (Mc 4,26-28). Con estas palabras se refiere al Reino de Dios, que consiste en «la santidad y la gracia, la Verdad y la Vida, la justicia, el amor y la paz» (Prefacio de la Solemnidad de Cristo Rey), que Jesucristo nos ha venido a traer. Este Reino ha de ser una realidad, en primer lugar, dentro de cada uno de nosotros; después en nuestro mundo.

En el alma de cada cristiano, Jesús ha sembrado —por el Bautismo— la gracia, la santidad, la Verdad... Hemos de hacer crecer esta semilla para que fructifique en multitud de buenas obras: de servicio y caridad, de amabilidad y generosidad, de sacrificio para cumplir bien nuestro deber de cada instante y para hacer felices a los que nos rodean, de oración constante, de perdón y comprensión, de esfuerzo por conseguir crecer en virtudes, de alegría...

Así, este Reino de Dios —que comienza dentro de cada uno— se extenderá a nuestra familia, a nuestro pueblo, a nuestra sociedad, a nuestro mundo. Porque quien vive así, «¿qué hace sino preparar el camino del Señor (...), a fin de que penetre en él la fuerza de la gracia, que le ilumine la luz de la verdad, que haga rectos los caminos que conducen a Dios?» (San Gregorio Magno).

La semilla comienza pequeña, como «un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas» (Mc 4,31-32). Pero la fuerza de Dios se difunde y crece con un vigor sorprendente. Como en los primeros tiempos del cristianismo, Jesús nos pide hoy que difundamos su Reino por todo el mundo.

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Otro comentario: Beato John Henry Newman (1801-1890), teólogo, fundador del Oratorio en Inglaterra 
Sermón “El Mundo Invisible” PPS, vol. 4, n°13 

Las parábolas del Reino

    Tal es el Reino escondido por Dios: lo mismo que ahora está escondido, así será revelado en el momento deseado. Los hombres creen que ellos son los dueños del mundo y que ellos pueden hacer lo que quieren... Actualmente, en apariencia "todo permanece igual que en el comienzo", y los sátiros reclaman: "¿dónde está pues la promesa de su venida?" (2P 3,4) Pero en el tiempo marcado, habrá una "manifestación de los hijos de Dios", y los justos "resplandecerán como el sol en el reino de su Padre" (Rm 8,19; Mt 13,43).

    Cuando los ángeles se aparecieron a los pastores, fue una aparición súbita... La noche parecía igual a cualquier otra noche, como la noche en que Jacob tuvo su visión que también parecía igual a otra noche (Gn 28,11s). Los pastores velaban sobre sus rebaños, contemplaban cómo fluía la noche, las estrellas seguían su carrera, era medianoche; no pensaban en una cosa igual cuándo el ángel se les apareció. Tales son el poder y la virtud escondidas en lo visible; son manifestadas cuando Dios lo quiere...

    ¿Quién podría concebir, dos o tres meses antes de la primavera, que la cara de la naturaleza que parecía muerta pueda volver a ser tan espléndida y tan variada?... Lo mismo ocurre para esta primavera eterna que esperan todos los cristianos; vendrá, aunque tarde. Esperémoslo, porque "ciertamente vendrá, no tardará en venir" (He 10,37). Por eso decimos cada día: "que venga tu reino", lo que quiere decir: "Señor, muéstrate, manifiéstate, tú que estás sentado en medio de los querubines. Resplandece; despierta tu poder y ven a salvarnos" (Sal. 79,2-3). La tierra que vemos no nos satisface; es sólo un comienzo, es sólo una promesa de un más allá. Hasta en su máximo esplendor, cubierta por todas sus flores, cuando muestra de modo más sorprendente lo que esconde, esto no nos basta. Sabemos que hay en ella más cosas que no vemos... Lo que vemos es sólo la corteza exterior de un reino eterno. Sobre este reino es donde fijamos los ojos de nuestra fe.



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