martes, 14 de enero de 2014

Evangelio - Martes 1º Semana del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 21-28
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, se hallaba Jesús en Cafarnaún y el sábado fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Los oyentes quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.
Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar:
"¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".
Jesús le ordenó:
"¡Cállate y sal de él!"
El espíritu inmundo, sacudiendo al hombre con violencia y dando un alarido, salió de él. Todos quedaron estupefactos y se preguntaban:
"¿Qué es ésto? ¿Qué nueva doctrina es ésta? Este hombre tiene autoridad para mandar hasta a los espíritus inmundos y lo obedecen".
Y muy pronto se extendió su fama por toda Galilea.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.


† Meditación diaria
1ª Semana. Martes
HIJOS DE DIOS

— El sentido de la filiación divina define nuestro día.
«Yo he sido por Él constituido Rey sobre Sión, su monte santo, para predicar su Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Sal 2, 6-7). La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo (...). Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus»1; y eso es lo que pretendemos, a pesar de nuestras flaquezas: imitar a Cristo, identificarnos con Él, ser buenos hijos de Dios en medio de nuestro trabajo y de los quehaceres normales de todos los días.
El pasado domingo contemplábamos a Jesús que acude a Juan, como uno más, para ser bautizado en el Jordán. El Espíritu Santo se posó sobre Él y se dejó oír la voz del Padre: Tú eres mi Hijo muy amado2. Jesucristo es, desde la eternidad, el Hijo Único de Dios, el Amado: nacido del Padre antes de todos los siglos (...), engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho, confesamos en el Credo de la Misa. En Él y por Él –Dios y Hombre verdadero– hemos sido hechos hijos de Dios y herederos del Cielo.
A lo largo del Nuevo Testamento, la filiación divina ocupa un lugar central en la predicación de la buena nueva cristiana, como realidad bien expresiva del amor de Dios por los hombres: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos3. El mismo Jesucristo mostró constantemente esta verdad a sus discípulos: de modo directo, enseñándoles a dirigirse a Dios como al Padre4; señalándoles la santidad como imitación filial5; y también a través de numerosas parábolas en las que Dios es representado por la figura del padre. Es particularmente entrañable la figura de nuestro Padre Dios en la parábola del hijo pródigo.
Por su infinita Bondad, Dios ha creado y elevado al orden sobrenatural al hombre para que, con la gracia santificante, pudiera penetrar en la intimidad de la Beatísima Trinidad, en la Vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sin destruir, sin forzar su propia naturaleza de criaturas: mediante este don inefable de la filiación divina6. Nos constituye en hijos suyos: no es nuestra filiación un simple título, sino una elevación real, una transformación efectiva de nuestro ser más íntimo. Por eso, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer (...), a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama Abbá, Padre! De manera que ya no eres siervo sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios7.
El Señor nos ha ganado el Don más precioso: el Espíritu Santo, que nos hace exclamar Abbá, Padre!, que nos identifica con Cristo y nos hace hijos de Dios. «Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada»8.
A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Estas palabras del Salmo II, que se refieren principalmente a Cristo, se dirigen también a cada uno de nosotros y definen todo nuestro día y la vida entera, si estamos decididos –con debilidades, con flaquezas– a seguir a Jesús, a procurar imitarle, a identificarnos con Él, en nuestras peculiares circunstancias. Profundizar en las consecuencias de la filiación divina será, a temporadas, objeto de una especial atención en nuestra lucha ascética, e incluso del examen particular.

— Algunas consecuencias: fraternidad, actitud ante las dificultades, confianza en la oración.

Cuando vivimos como buenos hijos de Dios, consideramos los acontecimientos –también los pequeños sucesos de un día corriente– a la luz de la fe, y nos habituamos a pensar y actuar según el querer de Cristo9. En primer lugar, trataremos de ver hermanos en las personas con quienes nos relacionamos, pues todos somos hijos de un mismo Padre. El aprecio y el respeto a los hombres generará en nosotros el mismo deseo que existe en el Corazón de Cristo: el de su santificación. El amor fraterno nos moverá ante todo a que esas personas estén cada vez más cerca de Cristo y sean cada vez más plenamente hijos de nuestro Padre Dios. Será el nuestro el mismo afán apostólico de Cristo por todos: el celo por la gloria del Padre y por la salvación de la humanidad10. Las manifestaciones de esta fraternidad enraizada en la filiación divina pueden ser innumerables a lo largo de una jornada nuestra: oración, pequeñas ayudas materiales, comprensión ante los defectos.
La filiación divina no es un aspecto más de nuestra vida: define nuestro propio ser sobrenatural y nos señala la manera de situarnos ante cada acontecimiento; no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente de nuestro ser, y empapa todas las virtudes11. Somos, ante todo y sobre todo, hijos de Dios, en cada circunstancia y en todas las situaciones, y esta convicción firmísima llena nuestro vivir y nuestro actuar: «no podemos ser hijos de Dios solo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad»12.
Si consideramos con frecuencia esta verdad –soy hijo de Dios–, si profundizamos en su significado, nuestro día se llenará de paz, de serenidad y de alegría. Nos apoyaremos resueltamente en nuestro Padre Dios, del que todo depende, en las dificultades y en las contradicciones, si alguna vez se hace todo cuesta arriba13. Volveremos con más facilidad a la Casa paterna, como el hijo pródigo, cuando nos hayamos alejado con nuestras faltas y pecados; no perderemos de vista que siempre nos espera nuestro Padre para darnos un abrazo, para devolvernos la dignidad de hijos si la hubiéramos perdido, y para llenarnos de bienes en una fiesta espléndida, aunque nos hayamos portado mal, una y mil veces. La oración –como en este rato que dedicamos exclusivamente a Dios– será de veras la conversación de un hijo con su padre, que sabe que le entiende bien, que le escucha, que está atento como nadie jamás lo ha estado nunca. Un hablar con Dios confiado, que nos mueve con frecuencia a la oración de petición porque somos hijos necesitados; una conversación con Dios que tiene por tema nuestra vida: «todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial»14.

— Coherederos con Cristo. La alegría, un anticipo de la gloria que no debemos perder a causa de las contrariedades.

El hijo es también heredero, tiene como un cierto «derecho» a los bienes del padre; somos herederos de Dios, coherederos con Cristo15. El Salmo II, con el que comenzamos este rato de oración, salmo de la realeza de Cristo y de la filiación divina, continúa con estas palabras:Pídeme y te daré las naciones en herencia y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra16.
El anticipo de la herencia prometida lo recibimos ya en esta vida: es el gaudium cum pace, la alegría profunda de sabernos hijos de Dios, que no se apoya en los propios méritos, ni en la salud o en el éxito, ni consiste tampoco en la ausencia de dificultades, sino que nace de la unión con Dios; se fundamenta en la consideración de que Él nos quiere, nos acoge y perdona siempre... y nos tiene preparado un Cielo junto a Él, por toda la eternidad. Perdemos esta alegría cuando dejamos a un lado el sentido de nuestra filiación divina, y no vemos la Voluntad de Dios, sabia y amorosa siempre, en las dificultades y contradicciones que cada jornada nos trae.
No quiere nuestro Padre que perdamos esa alegría de hondos cimientos: Él quiere vernos siempre contentos, como los padres de la tierra desean ver siempre a sus hijos.
Además, con esa actitud serena y gozosa ante la vida –el gaudium cum pace17–, en la que no faltarán contradicciones, el cristiano hace mucho bien a su alrededor. La alegría verdadera es un formidable medio de apostolado. «El cristiano es un sembrador de alegría; y por esto realiza grandes cosas. La alegría es uno de los más irresistibles poderes que hay en el mundo: calma, desarma, conquista, arrastra. El alma alegre es un apóstol: atrae a los hombres hacia Dios, manifestándoles lo que en ella produce la presencia de Dios. Por esto el Espíritu Santo nos da este consejo: nunca os aflijáis, porque la alegría en Dios es vuestra fuerza (Neh8, 10)»18.

1 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 185. — 2 Cfr. Mc 1, 9-12. — 3 1 Jn 3, 1.  4 Cfr. Mt 6, 9. — 5 Cfr.Mt 5, 48.  6 Cfr. F. Ocáriz, El sentido de la filiación divina, EUNSA, 2ª ed., Pamplona 1985, pp. 173 ss. — 7 Gal4, 5-7. — 8 San Josemaría Escrivá, o. c., 185. — 9 Cfr. M. Eguíbar, ¿Por qué se amotinan las gentes?, Rialp, 3ª ed., Madrid 1972, pp., 146 ss. — 10 Cfr. B. Perquin, Abba, Padre, Rialp, Madrid 1986, p. 331. — 11 Cfr. F. Ocáriz, o. c., p. 193.  12 Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, 14ª ed., Madrid 1985, n. 102.  13 Cfr. J. Lucas, Nosotros, hijos de Dios, Rialp, 3ª ed., Madrid 1973, pp. 103 ss. — 14 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, Rialp, 2ª ed., Madrid 1977, 245.  15 Rom 8, 17. — 16 Sal 2, 8. — 17 Misal Romano, Preparación para la Misa: Formula intentionis. — 18 M. V. Bernadot, De la Eucaristía a la Trinidad, Palabra, Madrid 1983, p. 96.                                                                                                                            ____________________________________________________________________________________________

Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
¿Quién es Dios? ¡Dios tiene un nombre!
Hoy asistimos a una escena espeluznante: el diablo dice saber quién es Jesús. Más aun: ¡confiesa la santidad de Dios! Cristo le impone silencio… Y nosotros, ¿sabríamos decir quién es Dios? Moisés le pidió su nombre y Dios se lo dio: "Yo soy el que soy". El Hijo se encarna y toma un nombre: "Jesús de Nazaret". Quien no tiene nombre es el diablo: es, simplemente, "legión".

Dios tiene un nombre y nos llama por nuestro nombre. Es persona y busca a la persona. Tiene un rostro y busca nuestro rostro. Tiene un corazón y busca nuestro corazón. Nosotros no somos para Él una función en una maquinaria cósmica. Nombre equivale a aptitud para ser llamado, equivale a comunidad. Por eso, Cristo es el verdadero Moisés, la culminación de la revelación del nombre.

—Jesús, Tú no traes una "nueva palabra" como nombre: Tú mismo eres el rostro de Dios. Gracias a ti podemos invocar a Dios en cuanto "tú", en cuanto persona, en cuanto corazón.                                                                                                                                            

Otro comentario: Rev. D. Antoni ORIOL i Tataret (Vic, Barcelona, España)
Quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas
Hoy, primer martes del tiempo ordinario, san Marcos nos presenta a Jesús enseñando en la sinagoga y, acto seguido, comenta: «Quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,21). Esta observación inicial es impresionante. En efecto, la razón de la admiración de los oyentes, por un lado, no es la doctrina, sino el maestro; no aquello que se explica, sino Aquél que lo explica; y, por otro lado, no ya el predicador visto globalmente, sino remarcado específicamente: Jesús enseñaba «con autoridad», es decir, con poder legítimo e irrecusable. Esta particularidad queda ulteriormente confirmada por medio de una nítida contraposición: «No lo hacía como los escribas».

Pero, en un segundo momento, la escena de la curación del hombre poseído por un espíritu maligno incorpora a la motivación admirativa personal el dato doctrinal: «¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad!» (Mc 1,27). Sin embargo, notemos que el calificativo no es tanto de contenido como de singularidad: la doctrina es «nueva». He aquí otra razón de contraste: Jesús comunica algo inaudito (nunca como aquí este calificativo tiene sentido).

Añadimos una tercera advertencia. La autoridad proviene, además, del hecho que a Jesús «hasta los espíritus inmundos le obedecen». Nos encontramos ante una contraposición tan intensa como las dos anteriores. A la autoridad del maestro y a la novedad de la doctrina hay que sumar la fuerza contra los espíritus del mal.

¡Hermanos! Por la fe sabemos que esta liturgia de la palabra nos hace contemporáneos de lo que acabamos de escuchar y que estamos comentando. Preguntémonos con humilde agradecimiento: ¿Tengo conciencia de que ningún otro hombre ha hablado jamás como Jesús, la Palabra de Dios Padre? ¿Me siento rico de un mensaje que tampoco tiene parangón? ¿Me doy cuenta de la fuerza liberadora que Jesús y su enseñanza tienen en la vida humana y, más concretamente, en mi vida? Movidos por el Espíritu Santo, digamos a nuestro Redentor: Jesús-vida, Jesús-doctrina, Jesús-victoria, haz que, como le complacía decir al gran Ramon Llull, ¡vivamos en la continua “maravilla” de Ti!

Otro comentario: San Ambrosio (c. 340-397), obispo de Milán y doctor de la Iglesia - Comentario al Evangelio de Lucas, 4, 57; SC 45 (trad. SC p. 174)


“El sábado… enseñaba como un hombre que tiene autoridad”

Es un día de sábado cuando el Señor Jesús comienza a realizar curaciones, para significar que la nueva creación comienza donde lo antiguo se había parado, y también para señalar desde el principio, que el Hijo de Dios no está sometido a la Ley sino que es superior a la Ley, que no destruye la Ley sino que le da plenitud (Mt 5,17). El mundo fue creado por el Verbo, no por la Ley, como lo leemos: "por la Palabra del Señor los cielos han sido hechos" (Sal. 32,6). La Ley pues no es destruida sino llevada a la plenitud, con el fin de renovar al hombre caído. Por eso el apóstol Pablo dice: "Liberaos del hombre viejo; revestíos del hombre nuevo, que ha sido creado según Cristo" (Col.3, 9s).

Por eso, es justo que el Señor comience a realizar sus obras en sábado, para mostrar que es el Creador…, continuando la obra que Él mismo había comenzado antaño. Como el obrero que está a punto de reparar una casa, comienza, no por los cimientos sino por el tejado; comienza a demoler lo que está arruinado… Liberando al poseso, comienza por lo menor para llegar a lo más grande: hasta hombres pueden librar del demonio - por la palabra de Dios, es verdad – pero ordenar a los muertos que resuciten, pertenece sólo al poder de Dios.

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Otro Comentario:   
                        La maravillosa doctrina de Jesús, Dios

Jesús enseñaba con la verdad, y la verdad es maravillosa, está llena de esperanza, de confianza en Dios, que tanto nos Ama. Déjame decírtelo, amigo, ¡Dios te Ama!, sí, a ti, ¡claro que sí!, sí, es a ti a quien lo digo, porque es la verdad, ¡DIOS AMA A TODOS!, intensamente, profundamente, ¡para siempre!

Y Jesús, Dios, iba enseñando esta doctrina tan maravillosa, ¡la del Amor de Dios!, ¡la de amar a Dios!, la de amar a tus enemigos y amar a tus amigos; es decir, amar a los que te aman y a los que no te aman; ¿qué diferencia hay en ellos?, pues eso, que bien sabes tú, sí, el que unos, los que te aman y por amarte te dan cosas buenas, o por lo menos no quieren darte cosas malas, aunque a veces las recibes de ellos, por su imperfección y no por su libre elección; y luego hay los enemigos, esos que no sabes bien-bien por qué, pero algunos no te aman, es más, ¡no te soportan!, no te quieren ni ver, y a la vez hacen todo lo posible para que recibas todo lo malo que pueden hacerte, o a través de ellos o de terceros, incluso se esconden en el anonimato, y a veces, tantas, mienten, con tal de dañarte, de perjudicarte y así recibir un daño.

 Conclusión, hay los que te hacen el bien y hay los que te hacen el mal, sea porque les da la gana, sea porque te envidian, sea porque creen que les vas a perjudicar si tus cosas van bien y prosperan, pero la realidad es esta, nos encontramos entre el mal y el bien que recibimos y que damos, y nada de eso que dicen algunos, que todo es relativo; dime tú si una bofetada en plena cara y delante de la gente, no va a dolerte, sea quien sea el que te la de, aunque fuera un desconocido, así que nada de relativismo en el mal, el mal existe y Dios vino, Jesús vino al mundo a presentarnos la iniciativa del bien, del Sumo Bien, que queriendo el bien y a los buenos unidos a Él, Dios, les propone hacer el bien, apartarse del mal, amar a todos, buenos y malos, amigos y enemigos, y esperar, por el nombre y la persona de Jesús, ¡la vida eterna en el Reino de los Cielos! ¿Te apuntas?

Sí, te apuntas, ¡que te has apuntado! Te he oído, he oído tu corazón latir en el sí del credo, y por eso te digo que te interesa seguir leyéndome, porque ¡verás lo que es bueno! Y a ti, que aún no has dicho que sí, que te interesa, también a ti te interesa seguir leyéndome para ver lo que te puedes perder. ¡Hasta mañana, amigo!

P. Jesús





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