domingo, 27 de octubre de 2013

Evangelio - Lunes XXX Semana del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según san Lucas 13, 10-17
Gloria a ti, Señor.
Un sábado, estaba Jesús enseñando en una sinagoga. Había allí una mujer que llevaba dieciocho años enferma por causa de un espíritu malo; estaba encorvada y no podía enderezarse. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: 
"Mujer, quedas libre de tu enfermedad". 
Le impuso las manos y, al instante, la mujer se enderezó y empezó a alabar a Dios. 
Pero el jefe de la sinagoga, indignado de que Jesús hubiera hecho una curación en sábado, le dijo a la gente: 
"Hay seis días de la semana en que se puede trabajar; vengan, pues, durante esos días a que los curen y no el sábado".
Entonces el Señor dijo:
"¡Hipócritas! ¿Acaso no desata cada uno de ustedes su buey o su burro del pesebre para llevarlo a abrevar, aunque sea sábado? Y a esta hija de Abrahán, a la que Satanás tuvo atada durante dieciocho años, ¿no era bueno desatarla de esa atadura, aun en día de sábado?" 
Cuando Jesús dijo esto, sus enemigos quedaron en vergüenza; en cambio, la gente se alegraba de todas las maravillas que él hacía.
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
30ª semana. Lunes
MIRAR AL CIELO

— La mujer encorvada y la misericordia de Jesús.
En el Evangelio de la Misa1, San Lucas nos relata cómo Jesús entró a enseñar un sábado en la sinagoga, según era su costumbre. Y había allí una mujer poseída por un espíritu, enferma desde hacía dieciocho años, y estaba encorvada sin poder enderezarse de ningún modo. Y Jesús, sin que nadie se lo pidiera, movido por su compasión, la llamó y le dijo: Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Y le impuso las manos, y al instante se enderezó y glorificaba a Dios.
El jefe de la sinagoga se indignó porque Jesús curaba en sábado. Con su alma pequeña no comprende la grandeza de la misericordia divina que libera a esta mujer postrada desde hacía tanto tiempo. Celoso en apariencia de la observancia del sábado prescrita en la Ley2, el fariseo no sabe ver la alegría de Dios al contemplar a esta hija suya sana de alma y de cuerpo. Su corazón, frío y embotado –falto de piedad–, no sabe penetrar en la verdadera realidad de los hechos: no ve al Mesías, presente en aquel lugar, que se manifiesta como anunciaban las Escrituras. Y no atreviéndose a murmurar directamente de Jesús, lo hace de quienes se acercan a Él: Seis días hay en los que es necesario trabajar; venid, pues, en ellos a ser curados y no en día de sábado. Y el Señor, como en otras ocasiones, no calla: les llama hipócritas, falsos, y contesta –recogiendo la alusión al trabajo– señalando que, así como ellos se daban buena prisa en soltar del pesebre a su asno o a su buey para llevarlos a beber aunque fuera sábado, a esta, que es hija de Abrahán, a la que Satanás ató hace ya dieciocho años, ¿no era conveniente soltarla de esta atadura aun en día de sábado? Aquella mujer, en su encuentro con Cristo recupera su dignidad; es tratada como hija de Abrahán y su valor está muy por encima del buey o del asno. Sus adversarios quedaron avergonzados, y toda la gente sencilla se alegraba por todas las maravillas que hacía.
La mujer quedó libre del mal espíritu que la tenía encadenada y de la enfermedad del cuerpo. Ya podía mirar a Cristo, y al Cielo, y a las gentes, y al mundo. Nosotros hemos de meditar muchas veces estos pasajes en los que la compasiva misericordia del Señor, de la que tan necesitados andamos, se pone singularmente de relieve. “Esa delicadeza y cariño la manifiesta Jesús no solo con un grupo pequeño de discípulos, sino con todos. Con las santas mujeres, con representantes del Sanedrín como Nicodemo y con publicanos como Zaqueo, con enfermos y con sanos, con doctores de la ley y con paganos, con personas individuales y con muchedumbres enteras.
“Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo en su casa. Y nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía”3.
La consideración de estas escenas del Evangelio nos debe llevar a confiar más en Jesús, especialmente cuando nos veamos más necesitados del alma o del cuerpo, cuando experimentemos con fuerza la tendencia a mirar solo lo material, lo de abajo, y a imitarle en nuestro trato con las gentes: no pasemos nunca con indiferencia ante el dolor o la desgracia. Hagamos igual que el Maestro, que se compadece y pone remedio.

— Lo que nos impide mirar al Cielo.
“Así encontró el Señor a esta mujer que había estado encorvada durante dieciocho años: no se podía erguir (Lc 13, 11). Como ella –comenta San Agustín– son los que tienen su corazón en la tierra”4; después de un tiempo han perdido la capacidad de mirar al Cielo, de contemplar a Dios y de ver en Él la maravilla de todo lo creado. “El que está encorvado, siempre mira a la tierra, y quien busca lo de abajo, no se acuerda de a qué precio fue redimido”5. Se olvida de que todas las cosas creadas han de llevarle al Cielo y contempla solo un universo empobrecido.
El demonio mantuvo dieciocho años sin poder mirar al Cielo a la mujer curada por Jesús. Otros, por desgracia, pasan la vida entera mirando a la tierra, atados por laconcupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida6. La concupiscencia de la carne impide ver a Dios, pues solo lo verán los limpios de corazón7; esta mala tendencia “no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).
“El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea –los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo– solo con visión humana.
“Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios (...). La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata solo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque este es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos”8. Ninguno de estos enemigos podrá con nosotros si tenemos la sinceridad necesaria para descubrir sus primeras manifestaciones, por pequeñas que sean, y suplicamos al Señor que nos ayude a levantar de nuevo nuestra mirada hacia Él.

— Solo en Dios comprendemos la verdadera realidad de la propia vida y de todo lo creado.
La fe en Cristo se ha de manifestar en los pequeños incidentes de un día corriente, y ha de llevarnos a “organizar la vida cotidiana sobre la tierra sabiendo mirar al Cielo, esto es, a Dios, fin supremo y último de nuestras tensiones y nuestros deseos”9.
Cuando, mediante la fe, tenemos la capacidad de mirar a Dios, comprendemos la verdad de la existencia: el sentido de los acontecimientos, que tienen una nueva dimensión; la razón de la cruz, del dolor y del sufrimiento; el valor sobrenatural que podemos imprimir a nuestro trabajo diario y a cualquier circunstancia que, en Dios y por Dios, recibe una eficacia sobrenatural.
El cristiano no está cerrado en absoluto a las realidades terrenas; por el contrario, “puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe, y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios”10, pero solo “usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo, como quien nada tiene y es dueño de todo: Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios (1 Cor 3, 22)”11. San Pablo recomendaba a los primeros cristianos de Filipos: Por lo demás, hermanos, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza, tenedlo en estima12.
El cristiano adquiere una particular grandeza de alma cuando tiene el hábito de referir a Dios las realidades humanas y los sucesos, grandes o pequeños, de su vida corriente. Cuando los aprovecha para dar gracias, para solicitar ayuda y ofrecer la tarea que lleva entre manos, para pedir perdón por sus errores... Cuando, en definitiva, no olvida que es hijo de Dios todas las horas del día y en todas las circunstancias, y no se deja envolver de tal manera por los acontecimientos, por el trabajo, por los problemas que surgen... que olvide la gran realidad que da razón a todo: el sentido sobrenatural de su vida. “¡Galopar, galopar!... ¡Hacer, hacer!... Fiebre, locura de moverse... Maravillosos edificios materiales...
“Espiritualmente: tablas de cajón, percalinas, cartones repintados... ¡galopar!, ¡hacer! —Y mucha gente corriendo: ir y venir.
“Es que trabajan con vistas al momento de ahora: “están” siempre “en presente”. —Tú... has de ver las cosas con ojos de eternidad, “teniendo en presente” el final y el pasado...
“Quietud. —Paz. —Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energía!..., sin perder tu vigor y tu luz”13.
Acudamos a la misericordia del Señor para que nos conceda ese don, vivir de fe, para poder andar por la tierra con los ojos puestos en el Cielo, con la mirada fija en Él, en Jesús,
1 Lc 13, 10-17. — 2 Cfr. Ex 20, 8. — 3 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 108. — 4 San Agustín, Comentario al Salmo 37, 10. — 5 San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 31, 8. — 6 Cfr. 1 Jn 2, 16. — 7 Cfr. Mt 5, 8. — 8 San Josemaría Escrivá, o. c., 56. — 9Juan Pablo II, Ángelus 8-XI-1979. 10 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 37. — 11 Ibídem. — 12 Flp 4, 8. — 13San Josemaría Escrivá, Camino, n. 837.
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Otro comentario: + Rev. D. Albert TAULÉ i Viñas (Barcelona, España)
Jesús se fue al monte a orar
Hoy contemplamos un día entero de la vida de Jesús. Una vida que tiene dos claras vertientes: la oración y la acción. Si la vida del cristiano ha de imitar la vida de Jesús, no podemos prescindir de ambas dimensiones. Todos los cristianos, incluso aquellos que se han consagrado a la vida contemplativa, hemos de dedicar unos momentos a la oración y otros a la acción, aunque varíe el tiempo que dediquemos a cada una. Hasta los monjes y las monjas de clausura dedican bastante tiempo de su jornada a un trabajo. Como contrapartida, los que somos más “seculares”, si deseamos imitar a Jesús, no deberíamos movernos en una acción desenfrenada sin ungirla con la oración. Nos enseña san Jerónimo: «Aunque el Apóstol nos mandó que oráramos siempre, (…) conviene que destinemos unas horas determinadas a este ejercicio».

¿Es que Jesús necesitaba de largos ratos de oración en solitario cuando todos dormían? Los teólogos estudian cuál era la psicología de Jesús hombre: hasta qué punto tenía acceso directo a la divinidad y hasta qué punto era «hombre semejante en todo a nosotros, menos en el pecado» (He 4,5). En la medida que lo consideremos más cercano, su “práctica” de oración será un ejemplo evidente para nosotros.

Asegurada ya la oración, sólo nos queda imitarlo en la acción. En el fragmento de hoy, lo vemos “organizando la Iglesia”, es decir, escogiendo a los que serán los futuros evangelizadores, llamados a continuar su misión en el mundo. «Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles» (Lc 6,13). Después lo encontramos curando toda clase de enfermedad. «Toda la gente procuraba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6,19), nos dice el evangelista. Para que nuestra identificación con Él sea total, únicamente nos falta que también de nosotros salga una fuerza que sane a todos, lo cual sólo será posible si estamos injertados en Él, para que demos mucho fruto (cf. Jn 15,4).
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