viernes, 11 de octubre de 2013

Evangelio - Sábado XXVII Semana del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según San Lucas 11, 27-28
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las muchedumbres una mujer de entre el gentío levantó la voz diciendo:
"¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que criaron!"
Pero él repuso:
"Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!"
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

 Meditación diaria
27ª semana. Sábado
ORACIONES A LA MADRE DE JESÚS

— La Virgen nos conduce siempre a su Hijo.
Estaba Jesús hablando a la multitud como en tantas ocasiones. Y una mujer del pueblo alzó la voz y gritó: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron1. Jesús se acordaría en aquellos momentos de su Madre y le llegaría muy dentro del Corazón la alabanza de la mujer desconocida. El Señor la debió de mirar complacido y con agradecimiento. «Emocionada en lo más profundo del corazón ante las enseñanzas de Jesús, ante su figura amable, aquella mujer no puede contener su admiración. En sus palabras reconocemos una muestra genuina de la religiosidad popular siempre viva entre los cristianos a lo largo de la historia»2. Aquel día comenzó a cumplirse el Magnificat: ...me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Una mujer, con la frescura del pueblo, había comenzado lo que no terminará hasta el fin de los tiempos.
Jesús, recogiendo la alabanza, hace aún más profundo el elogio a su Madre: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan. María es bienaventurada, ciertamente, por haber llevado en su seno purísimo al Hijo de Dios y por haberlo alimentado y cuidado, pero lo es aún más por haber acogido con extrema fidelidad la palabra de Dios. «A lo largo de la predicación de Jesús, recogió (María) las palabras con las que su Hijo, situando el Reino más allá de las consideraciones de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a quienes escuchaban y guardaban la palabra de Dios, como Ella misma lo hacía con fidelidad (cfr. Lc 2, 19; 5 l)»3.
Este pasaje del Evangelio4 que se lee en la Misa de hoy nos enseña una excelente forma de alabar y de honrar al Hijo de Dios: venerar y enaltecer a su Madre. A Jesús le llegan muy gratamente los elogios a María. Por eso nos dirigimos muchas veces a Ella con tantas jaculatorias y devociones, con el rezo del Santo Rosario. «Del mismo modo que aquella mujer del Evangelio –señalaba el Papa Juan Pablo II– lanzó un grito de bienaventuranza y de admiración hacia Jesús y su Madre, así también vosotros, en vuestro afecto y en vuestra devoción, soléis unir siempre a María con Jesús. Comprendéis que la Virgen María nos conduce a su divino Hijo, y que Él escucha siempre las súplicas que se le dirigen a su Madre»5. La Virgen es la senda más corta para llegar a Cristo y, por Él, a la Trinidad Beatísima. Honrando a María, siendo de verdad hijos suyos, imitaremos a Cristo y seremos semejantes a Él. «Porque María, habiendo entrado íntimamente en la Historia de la Salvación, une en sí y, en cierta manera, refleja las más grandes exigencias de la fe; mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio, y hacia el amor del Padre»6. Con Ella vamos bien seguros.
— El Santo Rosario, la oración preferida de la Virgen.
Nosotros nos unimos a ese largo desfile de gentes tan diversas que a través de los siglos se han acercado a honrar a María. Nuestra voz se une a ese clamor que no cesará jamás. También nosotros hemos aprendido a ir a Jesús a través de María, y en este mes, siguiendo la costumbre de la Iglesia, lo hacemos cuidando con más empeño el rezo del Santo Rosario, «que es fuente de vida cristiana. Procurad rezarlo a diario, solos o en familia, repitiendo con gran fe esas oraciones fundamentales del cristiano, que son el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria –exhortaba el Romano Pontífice–. Meditad esas escenas de la vida de Jesús y de María, que nos recuerdan los misterios de gozo, dolor y gloria. Aprenderéis así en los misterios gozosos a pensar en Jesús que se hizo pobre y pequeño: ¡un niño!, por nosotros, para servirnos; y os sentiréis impulsados a servir al prójimo en sus necesidades. En los misterios dolorosos os daréis cuenta de que aceptar con docilidad y amor los sufrimientos de esta vida –como Cristo en su Pasión–, lleva a la felicidad y a la alegría, que se expresa en los misterios gloriosos de Cristo y de María a la espera de la vida eterna»7.
El Rosario es la oración preferida de Nuestra Señora8, plegaria que llega siempre a su Corazón de Madre y nos dispensa incontables gracias y bienes. Se ha comparado esta devoción a una escalera, que subimos escalón a escalón, acercándonos «al encuentro con la Señora, que quiere decir al encuentro con Cristo. Porque esta es una de las características del Rosario, la más importante y la más hermosa de todas: una devoción que a través de la Virgen nos lleva a Cristo. Cristo es el término de esta larga y repetida invocación a María. Se habla a María para llegar a Cristo»9.
¡Qué paz nos debe dar repetir despacio el Avemaría, deteniéndonos quizá en alguna de sus partes!: Dios te salve, María... y el saludo, aunque lo hayamos repetido millones de veces, nos suena siempre nuevo. Santa María... ¡Madre de Dios!... ruega por nosotros... ¡ahora! Y Ella nos mira y sentimos su protección maternal. «La piedad –lo mismo que el amor– no se cansa de repetir con frecuencia las mismas palabras, porque el fuego de la caridad que las inflama hace que siempre contengan algo nuevo»10.
— Frutos de la devoción a Santa María.
La devoción a la Virgen no es de ninguna manera «un sentimiento estéril y pasajero, o vana credulidad»11, propio de personas de corta edad o de escasa formación. Por el contrario –sigue afirmando el Concilio Vaticano II–, procede «de la verdadera fe, por la que somos inclinados a reconocer la preeminencia de la Madre de Dios y somos impulsados a un amor filiar hacia Nuestra Señora y a la imitación de sus virtudes»12. El amor a la Virgen nos impulsa a imitarla y, por tanto, al cumplimiento fiel de nuestros deberes, a llevar la alegría allí donde vamos. Ella nos mueve a rechazar todo pecado, hasta el más leve, y nos anima a luchar con empeño contra nuestros defectos. Contemplar su docilidad a la acción del Espíritu Santo en su alma es estímulo para cumplir la voluntad de Dios en todo tiempo, también cuando nos cuesta. El amor que nace en nuestro corazón al tratarla es el mejor remedio contra la tibieza y contra las tentaciones de orgullo y sensualidad.
Cuando hacemos una romería o visitamos algún santuario dedicado a Nuestra Madre del Cielo, hacemos una buena provisión de esperanza. ¡Ella misma –Spes nostra– es nuestra esperanza! Siempre que rezamos con atención el Santo Rosario y nos detenemos para meditar unos instantes cada uno de los misterios que en él se nos proponen, nos encontramos con más fuerzas para luchar, con más alegría y deseos de ser mejores. «No se trata tanto de repetir fórmulas, cuanto de hablar como personas vivas con una persona viva, que, si no la veis con los ojos del cuerpo, podéis sin embargo verla con los ojos de la fe. La Virgen, de hecho, y su Hijo Jesús, viven en el Cielo una vida mucho más “viva” que esta nuestra –mortal– que vivimos aquí abajo.
»El Rosario es un coloquio confidencial con María, una conversación llena de confianza y abandono. Es confiarle nuestras penas, manifestarle nuestras esperanzas, abrirle nuestro corazón. Declararnos a su disposición para todo aquello que Ella, en nombre de su Hijo, nos pida. Prometerle fidelidad en toda circunstancia, incluso la más dolorosa y difícil, seguros de su protección, seguros de que, si lo pedimos, Ella nos obtendrá siempre de su Hijo todas las gracias necesarias para nuestra salvación»13.
Hagamos el propósito en este sábado mariano de ofrecerle con más amor esa corona de rosas que, según su etimología, significa el Rosario. No rosas marchitas o ajadas por el desamor y el descuido. «Santo rosario. —Los gozos, los dolores y las glorias de la vida de la Virgen tejen una corona de alabanzas, que repiten ininterrumpidamente los Ángeles y los Santos del Cielo..., y quienes aman a nuestra Madre aquí en la tierra.
»—Practica a diario esta devoción santa, y difúndela»14.
A través de esta devoción, Nuestra Madre del Cielo nos devolverá la esperanza si alguna vez, al considerar tantas flaquezas, sentimos en el alma la sombra del desaliento. «“Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados...”. Me has dicho que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día.
»Y te aconsejé, seguro, que rezaras el Santo Rosario: ¡bendita monotonía de avemarías que purifica la monotonía de tus pecados!»15.
1 Lc 11, 27-28. — 2 Juan Pablo II, Alocución 5-IV-1987. — 3 Conc. Vat. II, Const.Lumen gentium, 58. — 4 Lc 11, 27-28. — 5 Juan Pablo II, loc. cit. — 6 Conc. Vat. II,loc. cit., 65. — 7 Juan Pablo II, loc. cit. — 8 Pablo VI, Enc. Mense maio, 29-IV-1965. — 9 ídem, Alocución 10-V-1964. — 10 Pío XI, Enc. Ingravescentibus malis, 29-IX-1937. — 11 Conc. Vat. II, loc. cit., 67. — 12 Ibídem. — 13 Juan Pablo II, Alocución25-IV-1987. — 14 San Josemaría Escrivá, Forja. n. 621. — 15 ídem, Surco, n. 475.                                                                                                                                                                             ___________________________________________________________________________________________
Otro comentario: Rev. D. Jaume AYMAR i Ragolta (Badalona, Barcelona, España)
¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!
Hoy escuchamos la mejor de las alabanzas que Jesús podía hacer a su propia Madre: «Dichosos (...) los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28). Con esta respuesta, Jesucristo no rechaza el apasionado elogio que aquella mujer sencilla dedicaba a su Madre, sino que lo acepta y va más allá, explicando que María Santísima es bienaventurada —¡sobre todo!— por el hecho de haber sido buena y fiel en el cumplimiento de la Palabra de Dios.

A veces me preguntan si los cristianos creemos en la predestinación, como creen otras religiones. ¡No!: los cristianos creemos que Dios nos tiene reservado un destino de felicidad. Dios quiere que seamos felices, afortunados, bienaventurados. Fijémonos cómo esta palabra se va repitiendo en las enseñanzas de Jesús: «Bienaventurados, bienaventurados, bienaventurados...». «Bienaventurados los pobres, los compasivos, los que tienen hambre y sed de justicia, los que creerán sin haber visto» (cf. Mt 5,3-12; Jn 20,29). Dios quiere nuestra felicidad, una felicidad que comienza ya en este mundo, aunque los caminos para llegar no sean ni la riqueza, ni el poder, ni el éxito fácil, ni la fama, sino el amor pobre y humilde de quien todo lo espera. ¡La alegría de creer! Aquella de la cual hablaba el converso Jacques Maritain.

Se trata de una felicidad que es todavía mayor que la alegría de vivir, porque creemos en una vida sin fin, eterna. María, la Madre de Jesús, no es solamente afortunada por haberlo traído al mundo, por haberlo amamantado y criado —como intuía aquella espontánea mujer del pueblo— sino, sobre todo, por haber sido oyente de la Palabra y por haberla puesto en práctica: por haber amado y por haberse dejado amar por su Hijo Jesús. Como escribía el poeta: «Poder decir “madre” y oírse decir “hijo mío” / es la suerte que nos envidiaba Dios». Que María, Madre del Amor Hermoso, ruegue por nosotros.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
Los "itinerarios" de la oración
Hoy, Jesús nos muestra los "itinerarios" de la oración. Ser hombre significa esencialmente "relación con Dios", y, por tanto, hablar con Él y escucharle. Nuestra oración puede y debe brotar de nuestro corazón, pero siempre necesitamos del apoyo de las oraciones vocales recibidas de la tradición piadosa (particularmente, los "Salmos").

En efecto, sin estas ayudas para la oración, nuestra plegaria personal se hace subjetiva y termina por reflejar más a nosotros que al Dios vivo. ¡Es fundamental oír y guardar su Palabra! Normalmente, el pensamiento se adelanta a la palabra (primero tenemos una idea y, después, buscamos la palabra para expresarla). Pero en la oración litúrgica en general, sucede al revés: la palabra, la voz, nos precede, y nuestro espíritu tiene que adaptarse dócilmente a ella.

—Señor, los hombres por nosotros mismos no sabemos pedir lo que conviene. Por eso, Tú has venido en nuestra ayuda y con las palabras de oración que nos has dejado podemos conocerte poco a poco y ponernos en camino hacia ti.
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Otro comentario: San Bernardo (1091-1153), monje cisterciense y doctor de la Iglesia  -  Sermón para Adviento (trad. cf. breviario 1º miércoles de Adviento) 

“Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2,51)

El que me ama –nos dice– guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a Él. (Jn 14,23). He leído en otra parte: El que teme a Dios obrará el bien; pero pienso que se dice algo más del que ama, porque éste guardará su palabra. ¿Y dónde va a guardarla? En el corazón sin duda alguna, como dice el profeta: En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti. (Sal. 118,11).

Así es cómo has de cumplir la palabra de Dios, porque son dichosos los que la cumplen. Es como si la palabra de Dios tuviera que pasar a las entrañas de tu alma, a tus afectos y a tu conducta. Haz del bien tu comida, y tu alma disfrutará con este alimento sustancioso. Y no te olvides de comer tu pan, no sea que tu corazón se vuelva árido: por el contrario, que tu alma rebose completamente satisfecha.

Si es así cómo guardas la palabra de Dios, no cabe duda que ella te guardará a ti. El Hijo vendrá a ti en compañía del Padre, vendrá el gran
Profeta, que renovará Jerusalén, el que lo hace todo nuevo. (Hch. 3,22; Jl 4,1; Ap 21,5).


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