martes, 29 de octubre de 2013

Evangelio - Miércoles XXX Semana del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según san Lucas 13, 22-30
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos, mientras se encaminaba a Jerusalén. Alguien le preguntó:
"Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?"
Jesús le respondió:
"Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo:
"Señor, ábrenos".
Pero él les responderá:
"No sé quiénes son ustedes".
Entonces le dirán con insistencia:
"Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas".
Pero él replicará:
"Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes; apártense de mí todos ustedes los que hacen
el mal".
Entonces llorarán ustedes y se desesperarán, cuando vean a Abrahán, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera. Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios.
Pues los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
30ª semana. Miércoles
LO ENTENDERÁS MÁS TARDE


— Estamos en las manos de Dios. Todo los acontecimientos que Él manda o permite tienen su significado y están dirigidos a nuestro provecho.

La última noche que Jesús pasó con sus discípulos antes de su Pasión y Muerte, en un momento de aquella Cena entrañable, se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó1. San Juan, el Evangelista que nos ha dejado escritos sus recuerdos inolvidables del Jueves Santo, describe pausadamente aquellos acontecimientos, que con tanta hondura se le quedaron grabados para siempre: después echó agua en una jofaina y comenzó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido. Todo transcurría con normalidad, ante el asombro de los Apóstoles, que no se atrevían a decir palabra, hasta que el Señor llegó a Pedro, que mostró su sorpresa y su negativa:¿Tú me vas a lavar a mí los pies? Jesús le respondió: Lo que Yo hago no lo entiendes ahora, lo comprenderás más tarde. Después de un afable forcejeo, Jesús lavará los pies a Pedro como a los demás Apóstoles. Con la venida del Espíritu Santo, al rememorar de nuevo aquellos sucesos, Simón comprendió el significado profundo de aquel gesto del Maestro, que quiso enseñar su misión de servicio a los que iban a ser las columnas de la Iglesia.
Lo que Yo hago no lo entiendes ahora... También a nosotros nos ocurre lo mismo que a Pedro: no comprendemos a veces los acontecimientos que el Señor permite: el dolor, la enfermedad, la ruina económica, la pérdida del puesto de trabajo, la muerte de un ser querido cuando estaba en los comienzos de la vida... Él tiene unos planes más altos, que abarcan esta vida y la felicidad eterna. Nuestra mente apenas alcanza lo más inmediato, una felicidad a corto plazo. Incluso nos ocurre que no entendemos muchos asuntos humanos que, sin embargo, aceptamos. ¿No nos vamos a fiar del Señor, de su Providencia amorosa? ¿Solo vamos a confiar en Él cuando los acontecimientos nos parezcan humanamente aceptables? Estamos en sus manos, y en ningún otro sitio podíamos estar mejor. Un día, al final de la vida, el Señor nos explicará con pormenores el porqué de tantas cosas que aquí no entendimos, y veremos la mano providente de Dios en todo, hasta en lo más insignificante.
Si ante cada fracaso, ante los sucesos que no sabemos discernir, ante la injusticia que nos subleva, oímos la voz consoladora de Jesús que nos dice: Lo que Yo hago, tú no lo entiendes ahora. Lo entenderás más tarde, entonces no habrá lugar para el resentimiento o la tristeza. «Porque todo cuanto sucede está previsto por Dios y ordenado a la salvación del hombre y su plena realización en la gloria; si lo que ocurre es bueno, Dios lo quiere; si es malo, no lo quiere, lo permite, porque respeta la libertad del hombre y el orden de la naturaleza, pero tiene en su mano el poder sacar bien y provecho para el alma incluso del mal»2. Ante los acontecimientos y sucesos que hacen padecer, nos saldrá del fondo del alma una oración sencilla, humilde, confiada: Señor, Tú sabes más, en Ti me abandono. Ya entenderé más tarde.

— El sentido de nuestra filiación divina. Omnia in bonum!, todo es para bien.

En una de las lecturas previstas para la Misa de hoy, San Pablo escribe a los primeros cristianos de Roma: Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum... Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios3. «¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?... ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios..., y Él es bueno..., y Él te ama –¡a ti solo!– más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?»4. El sentido de la filiación divina nos lleva a descubrir que estamos en las manos de un Padre que conoce el pasado, el presente y el futuro, y que todo lo ordena para nuestro bien, aunque no sea el bien inmediato que quizá nosotros deseamos y queremos porque no vemos más lejos. Esto nos lleva a vivir con serenidad y paz, incluso en medio de la mayores tribulaciones. Por eso seguiremos siempre el consejo de San Pedro a los primeros fieles: Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros5. No existe nadie que pueda cuidarnos mejor: Él jamás se equivoca. En la vida humana, incluso aquellos que más nos quieren, a veces no aciertan y, en vez de arreglar, descomponen. No pasa así con el Señor, infinitamente sabio y poderoso, que, respetando nuestra libertad, nos conduce suaviter et fortiter6, con suavidad y con mano de padre, a lo que realmente importa, a una eternidad feliz. Incluso las mismas faltas y pecados pueden acabar siendo para bien, pues «Dios endereza absolutamente todas las cosas para su provecho (de sus hijos), de suerte que aun a los que se desvían y extralimitan les hace progresar en la virtud, porque se vuelven más humildes y experimentados»7. La contrición conduce al alma a un amor más hondo y confiado, a una mayor cercanía de Dios.
Por eso, en la medida en que nos sentimos hijos de Dios, la vida se convierte en una continua acción de gracias. Incluso detrás de lo que humanamente parece una catástrofe, el Espíritu Santo nos hace ver «una caricia de Dios», que nos mueve a la gratitud. ¡Gracias, Señor!, le diremos en medio de una enfermedad dolorosa o al tener noticia de un acontecimiento lleno de pesar. Así reaccionaron los santos, y así hemos de aprender nosotros a comportarnos ante la desgracias de esta vida. «Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad que supone recitar un “Te Deum” de acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea –como lo llama el mundo– favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección»8.

— La confianza en Dios no nos lleva a la pasividad, sino a poner los medios a nuestro alcance.

El abandono y la confianza en Dios no nos llevan de ninguna manera a la pasividad, que en muchos casos sería negligencia, pereza o complicidad. Hemos de combatir el mal físico y el moral con los medios que están a nuestro alcance, sabiendo que ese esfuerzo, con muchos resultados o aparentemente con ninguno, es grato a Dios y origen de muchos frutos sobrenaturales y humanos. Ante la enfermedad, además de aceptarla y ofrecer los padecimientos y dolores que lleve consigo, pondremos el remedio que el caso requiera: acudir al médico, descansar, tomar la medicina que nos indiquen... Y la injusticia, la desigualdad social, la penuria de tantos... nos llevarán a los cristianos, junto a otros hombres de buena voluntad, a buscar los recursos o las soluciones que nos parezcan más aptas, y lo mismo reaccionaremos ante la ignorancia y la falta de formación de tantas gentes... Nada más ajeno al espíritu cristiano que una mal entendida confianza en Dios que nos llevara a quedarnos inactivos ante el sufrimiento y la necesidad en cualquiera de las formas que se presente.
Dios es nuestro Padre y cuida amorosamente de nosotros, pero cuenta con la inteligencia y el buen sentido de sus hijos para seguir en el camino por el que Él nos quiere llevar, y también con el amor fraterno para actuar a través de nosotros en la vida de otros hijos suyos. Nos ha dado unos talentos para ponerlos constantemente en juego. Nos santificamos aun cuando al poner los medios que el caso requería nos parece que hemos fracasado, que no han dado el resultado esperado. El Señor santifica los «fracasos» que se originan después de haber puesto los medios que parecían oportunos, pero no bendice las omisiones, pues nos trata como a hijos inteligentes, de quienes espera que pongan en juego los remedios adecuados.
Apliquemos en cada caso lo que esté de nuestra parte, y después, omnia in bonum! todo será para bien. Los resultados, aparentemente buenos o malos, nos llevarán a amar más a Dios, nunca a separarnos de Él. En el sentido de la filiación divina encontraremos la protección y el calor paternal que todos necesitamos. «Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada»9, escribe Santa Teresa después de una larga experiencia. Junto al Señor se ganan todas las batallas, aunque, aparentemente, algunas se pierdan.

1 Jn 13, 4 ss. — 2 F. Suárez, Después, p. 208. — 3 Primera lectura. Año I. Rom 8, 28. — San Josemaría Escrivá, Forja, n. 929. — 5 1 Pdr 5, 8. — 6 Sab 8, 1. — 7 San Agustín, Sobre la conversión y la gracia, 30. — 8 San Josemaría Escrivá, o. c., n. 609. — 9 Santa Teresa,Fundaciones, 27, 12.                                                                             _____________________________________________________________________________________________________________________

       Otro comentario: Rev. D. Lluís RAVENTÓS i Artés (Tarragona, España)
Luchad por entrar por la puerta estrecha
Hoy, camino de Jerusalén, Jesús se detiene un momento y alguien lo aprovecha para preguntarle: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). Quizás, al escuchar a Jesús, aquel hombre se inquietó. Por supuesto, lo que Jesús enseña es maravilloso y atractivo, pero las exigencias que comporta ya no son tan de su agrado. Pero, ¿y si viviera el Evangelio a su aire, con una “moral a la carta”?, ¿qué probabilidades tendría de salvarse?

Así pues, pregunta: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» Jesús no acepta este planteamiento. La salvación es una cuestión demasiado seria como para resolverla mediante un cálculo de probabilidades. Dios «no quiere que alguno se pierda, sino que todos se conviertan» (2Pe 3,9).

Jesús responde: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: ‘¡Señor, ábrenos!’. Y os responderá: ‘No sé de dónde sois’» (Lc 13,24-25). ¿Cómo pueden ser ovejas de su rebaño si no siguen al Buen Pastor ni aceptan el Magisterio de la Iglesia? «¡Retiraos de mí, todos los agentes de injusticia!. Allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Lc 13,27-28). 

Ni Jesús ni la Iglesia temen que la imagen de Dios Padre quede empañada al revelar el misterio del infierno. Como afirma el Catecismo de la Iglesia, «las afirmaciones de la Sagrada Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión» (n. 1036).

Dejemos de “pasarnos de listos” y de hacer cálculos. Afanémonos para entrar por la puerta estrecha, volviendo a empezar tantas veces como sea necesario, confiados en su misericordia. «Todo eso, que te preocupa de momento —dice San Josemaría—, importa más o menos. —Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves».
Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
El "mito del progreso"
Hoy, la mención que Jesús hace de la "puerta estrecha" cuestiona el "mito del progreso". Las ideologías —demolida la esperanza en el más allá— imponen el progreso como norma del obrar político y humano en general. Aunque en los últimos años se han logrado enormes progresos (tecnológicos, científicos), sigue siendo actual la ambivalencia de este progreso: éste empieza a amenazar a la creación, que es la base de nuestra existencia.

Es indispensable orientar el progreso según criterios morales. Ante todo, se debe considerar que el progreso se extiende a la relación del hombre con el mundo material, pero eso no da lugar —como el marxismo y el liberalismo habían enseñado— al hombre nuevo, a la nueva sociedad. El hombre como hombre sigue siendo igual, tanto en las situaciones primitivas como en las técnicamente desarrolladas. El ser hombre vuelve a comenzar de cero con cada ser humano.

—Jesús, tú nos has señalado el camino del crecimiento humano en lo alto de la Cruz y en el horizonte de la eternidad. 
                                      

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