sábado, 16 de noviembre de 2013

Evangelio - Domingo XXXIII Semana del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según san Lucas 21, 5-19
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, como algunos ponderaban la solidez del templo y la belleza de las ofrendas que lo adornaban, Jesús dijo:
"Días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra de todo esto que admiran: todo será destruido".
Entonces le preguntaron:
"Maestro, ¿cuándo va a ocurrir eso?, ¿y cuál será la señal de que ya está a punto de suceder?"
El les respondió:
"Cuídense de que nadie los engañe. Porque muchos vendrán usando mi nombre, diciendo: "Yo soy el Mesías, el tiempo ha llegado"; pero no les hagan caso. Cuando oigan hablar de guerras y de revoluciones, no tengan pánico, porque eso tiene que ocurrir primero, pero todavía no es el fin".
Luego les dijo:
"Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos, y en diferentes países epidemias y hambre. Habrá también señales prodigiosas y terribles en el cielo.
Pero antes de todo eso los perseguirán y los apresarán, los llevarán a los tribunales y a la cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa mía. Esto será ocasión de dar testimonio. Hagan el propósito de no preocuparse de su defensa, porque yo les daré palabras y sabiduría, a las que no podrá resistir ni contradecir ninguno de sus adversarios. Los traicionarán hasta sus propios padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de ustedes, y todos los odiarán por causa mía. Sin embargo, no caerá ningún cabello de su cabeza. Si se mantienen firmes conseguirán la vida".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
Trigésimo tercer Domingo
ciclo C
TRABAJAR MIENTRAS LLEGA EL SEÑOR

— La espera de la vida eterna no nos exime de una vida de trabajo intenso.
En estos últimos domingos, la liturgia nos invita a meditar en los novísimos del hombre, en su destino más allá de la muerte. En la Primera lectura de hoy1 el Profeta Malaquías nos habla con fuertes acentos de los últimos tiempos: Mirad que llega el día, ardiente como un horno... Y Jesús nos recuerda en el Evangelio de la Misa2 que hemos de estar alerta ante su llegada en el fin del mundo: Cuidado que nadie os engañe...
Algunos cristianos de la primitiva Iglesia juzgaron como inminente esta llegada gloriosa de Cristo. Pensaron que el fin de los tiempos estaba cerca y por eso, entre otras razones, descuidaron su trabajo y andaban muy ocupados en no hacer nada y metiéndose en todo. Dedujeron que no valía la pena, dada su precariedad, dedicarse de lleno a los asuntos de aquí abajo. Por eso, San Pablo les llama la atención, como leemos en la Segunda lectura de la Misa3, y les recuerda su propia vida de trabajo entre ellos, a pesar de su intensa labor; les vuelve a repetir la norma de conducta que ya les había aconsejado: Cuando viví entre vosotros os lo dije: el que no trabaje, que no coma. Y a los que andan sin hacer nada les recomienda que trabajen para ganarse el pan.
La vida es realmente muy corta y el encuentro con Jesús está cercano; un poco más tarde tendrá lugar su venida gloriosa y la resurrección de los cuerpos. Esto nos ayuda a estar desprendidos de los bienes que hemos de utilizar y a aprovechar el tiempo, pero de ninguna manera nos exime de estar metidos de lleno en nuestra propia profesión y en la entraña misma de la sociedad. Es más, con nuestros quehaceres terrenos, ayudados por la gracia, hemos de ganarnos el Cielo. El Magisterio de la Iglesia recuerda el valor del trabajo, y exhorta “a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico”. Para imitar a Cristo, que trabajó como artesano la mayor parte de su vida, lejos de descuidar las tareas temporales, los cristianos deben “darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno”4.
Así debe ser nuestra actuación en medio del mundo: mirar frecuentemente al Cielo, la Patria definitiva, teniendo muy bien asentados los pies aquí en la tierra, trabajar con intensidad para dar gloria a Dios, atender lo mejor posible las necesidades de la propia familia y servir a la sociedad a la que pertenecemos. Sin un trabajo serio, hecho a conciencia, es muy difícil, quizá imposible, santificarse en medio del mundo. Lógicamente, un trabajo hecho de cara a Dios debe adecuarse a las normas morales que lo hacen bueno y recto. ¿Conozco bien estas reglas que hacen referencia a mi trabajo en el comercio, en el ejercicio de la medicina, de la enfermería, en la abogacía..., la obligación de rendir por el sueldo que recibo, el pago justo a quienes trabajan en mi empresa?

— El trabajo, uno de los mayores bienes del hombre.
La posibilidad de trabajar es uno de los grandes bienes recibidos de Dios, “es una estupenda realidad, que se nos impone como una ley inexorable a la que todos, de una manera o de otra, estamos sometidos, aunque algunos pretendan eximirse. Aprendedlo bien: esta obligación no ha surgido como una secuela del pecado original, ni se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata de un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna (Jn 4, 36)”5.
El trabajo es medio ordinario de subsistencia y lugar privilegiado para el desarrollo de las virtudes humanas: la reciedumbre, la constancia, la tenacidad, el espíritu de solidaridad, el orden, el optimismo por encima de las dificultades... La fe cristiana nos impulsa además a “portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios”6, a vivir un “espíritu de caridad, de convivencia, de comprensión”7, a quitar de la vida “el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio”8, a “mostrar la caridad de Cristo y sus resultados concretos de amistad, de comprensión, de cariño humano, de paz”9. El trabajo será, además, el medio para acercar muchas almas a Cristo. Por el contrario, la pereza, la ociosidad, la chapuza, la labor mal acabada traen graves consecuencias. La ociosidad enseña muchas maldades10, pues impide la propia perfección humana y sobrenatural del hombre, debilita su carácter y abre las puertas a la concupiscencia y a muchas tentaciones.
Durante siglos parecía a muchos que para ser buenos cristianos bastaba una vida de piedad sin conexión alguna con la tarea realizada en la oficina, en la Universidad, en el campo... Es más, muchos tenían la convicción de que estos quehaceres temporales, los asuntos profanos en los que un hombre que vive en el mundo está inmerso de una forma o de otra, eran un obstáculo para encontrar a Dios y llevar una vida de plenitud cristiana11. La vida oculta de Jesús nos enseña el valor del trabajo, de la unidad de vida, pues con su labor diaria estaba también redimiendo el mundo. Es en medio de esas tareas donde procuramos cada día encontrar al Señor (pidiéndole ayuda, ofreciendo la perfección de aquello que tenemos entre manos, sintiéndonos partícipes de la Creación en aquello que ejecutamos, aunque parezca pequeño y de escasa importancia...) y ejercer la caridad (cultivando las virtudes de la convivencia con quienes están a nuestro lado, prestándoles esos pequeños servicios que tanto se agradecen, rezando por ellos y por su familias, ayudándoles a resolver sus problemas...). ¿Tratamos al Señor en nuestro trabajo ordinario? ¿Le tenemos presente?

— El quehacer profesional, hecho de cara a Dios, no nos aleja de nuestro fin último: nos debe acercar a él.
El trabajo no solo no nos debe alejar de nuestro fin último, de esa espera vigilante con la que la liturgia de estos días quiere que nos mantengamos alerta, sino que debe ser el camino concreto para crecer en la vida cristiana. Para eso, el fiel cristiano no debe olvidar que, además de ser ciudadano de la tierra, lo es también del Cielo, y por eso debe comportarse entre los demás de una manera digna de la vocación a la que ha sido llamado12, siempre alegre, irreprochable y sencillo, comprensivo con todos13, buen trabajador y buen amigo, abierto a todas las realidades auténticamente humanas: Por lo demás, hermanos -exhortaba San Pablo a los cristianos de Filipo-, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza, tenedlo en estima14.
Además, el cristiano convierte su trabajo en oración si busca la gloria de Dios y el bien de los hombres en lo que está realizando, si pide ayuda al comenzar su tarea, en las dificultades que se presentan, si da gracias después de concluido un asunto, al terminar la jornada..., ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur... para que nuestras oraciones y trabajos empiecen y acaben siempre en Dios. El trabajo es camino diario hacia el Señor. “Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no solo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas”15.
La profesión, medio de santidad para el cristiano, es también fuente de gracia para toda la Iglesia, pues somos el cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros16. Cuando alguno lucha por mejorar, a todos favorece en su caminar hacia el Señor. Además, un trabajo bien hecho ayuda siempre al bienestar humano de la sociedad. “El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a realizar (cfr. Jn 17, 4). Esta obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día (cfr. Lc 9, 23) en la actividad que ha sido llamado a realizar”17.
En el ejercicio de nuestra profesión encontraremos, con naturalidad, sin querer sentar cátedra, innumerables ocasiones para dar a conocer la doctrina de Cristo: en una conversación amigable, en el comentario a una noticia que está en boca de todos, al recibir la confidencia de un problema personal o familiar... El Ángel Custodio, al que recurrimos tantas veces, nos pondrá en la boca la palabra justa que anime, que ayude y facilite, quizá con el tiempo, un acercamiento más directo a Cristo de aquellas personas que están alrededor nuestro en el trabajo.
Así esperamos los cristianos la visita del Señor: enriqueciendo el alma en el propio quehacer, ayudando a otros a poner su mirada en un fin más trascendente. De ninguna manera empleando el tiempo en no hacer nada o haciéndolo mal, desaprovechando los medios que Dios mismo nos ha dado para ganarnos el Cielo.
San José, nuestro Padre y Señor, nos enseñará a santificar nuestros quehaceres, pues él, enseñando a Jesús su propia profesión, “acercó el trabajo humano al misterio de la Redención”18. Muy cerca de José encontraremos siempre a María.
1 Mal 4, 1-2. — 2 Lc 21, 5-19. — 3 2 Tes 3, 7-12. — 4 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 43. — 5 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios. 57. — 6 ídem, Es Cristo que pasa, 36. — 7 Conversaciones con Mons Escrivá de Balaguer, n. 35. — 8 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 158. — 9 Ibídem, 166. — 10 Eclo 33, 29. — 11 Cfr. J. L. Illanes, La santificación del trabajo, Palabra, 9ª ed., Madrid 1981, p. 44 ss. — 12 Cfr. Flp 1, 27; 3, 6. — 13 Cfr. Flp 2. 3-4; 41 4; 2, 15; 4, 5. — 14 Flp 4, 8. — 15 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 48. — 16 1 Cor 12, 27. — 17 Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, 27. — 18 ídem, Exhort. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989, 22.                                                                                                              _________________________________________________________________________________________________________________________________
Otro comentario: Rev. D. Joan MARQUÉS i Suriñach (Vilamarí, Girona, España)
Mirad, no os dejéis engañar
Hoy, el Evangelio nos habla de la última venida del Hijo del hombre. Se acerca el final del año litúrgico y la Iglesia nos presenta la parusía, y al mismo tiempo quiere que pensemos en nuestras postrimerías: muerte, juicio, infierno o cielo. El fin de un viaje condiciona su realización. Si quieres ir al infierno, te podrás comportar de una manera determinada de acuerdo con el término de tu viaje. Si escoges el cielo, habrás de ser coherente con la Gloria que quieres conquistar. Siempre, libremente. Al infierno no va nadie por la fuerza; ni al cielo, tampoco. Dios es justo y da a cada uno lo que se ha ganado, ni más ni menos. No castiga ni premia arbitrariamente, movido por simpatías o antipatías. Respeta nuestra libertad. Sin embargo, hay que tener presente que al salir de este mundo la libertad ya no podrá escoger. El árbol permanecerá tendido por el lado en que haya caído.

«Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección» (Catecismo de la Iglesia n. 1033).

¿Te imaginas la grandiosidad del espectáculo? Los hombres y las mujeres de todas las razas y de todos los tiempos, con nuestro cuerpo resucitado y nuestra alma compareceremos delante de Jesucristo, que presidirá el acto con gran poder y majestad. Vendrá a juzgarnos en presencia de todo el mundo. Si la entrada no fuera gratuita, valdría la pena... Entonces se sabrá la verdad de todos nuestros actos interiores y exteriores. Entonces veremos de quién son los dineros, los hijos, los libros, los proyectos y las demás cosas: «No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (Lc 21,6). Día de alegría y de gloria para unos; día de tristeza y de vergüenza para otros. Lo que no quieras que aparezca públicamente, ahora te es posible eliminarlo con una confesión bien hecha. No puedes improvisar un acto tan solemne y comprometedor. Jesús nos lo advierte: «Mirad, no os dejéis engañar» (Lc 21,8). ¿Estás preparado ahora?
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Otro comentario: San Patricio (c. 385-c. 461), monje misionero, obispo 
Confesión, 34-38 ; SC 249 

Tendréis ocasión de dar testimonio

Incansablemente doy gracias a mi Dios, que me conservó fiel el día de la tentación, de modo que hoy con confianza le ofrezco en sacrificio, como hostia viviente, mi alma a Cristo mi Señor, quien me protegió de todas mis angustias. Por eso puedo decir: ¿Quién soy yo, Señor ?... ¿De dónde a mí esta sabiduría, que no estaba en mí, que ni el número de los días sabía, ni conocía a Dios? ¿De dónde me vino luego este don tan grande y tan salvador de conocer a Dios y amarlo, hasta dejar mi patria y a mis parientes… de modo que vine a los gentiles irlandeses a predicar el Evangelio y a sufrir los insultos de los incrédulos… y a sufrir muchas persecuciones hasta las cadenas y a dar mi libertad para utilidad de otros?

y, si llego a ser digno, estoy pronto incluso a dar mi vida, sin vacilación y con agrado, por su nombre; y deseo dedicársela hasta la muerte, si Dios me lo concede.
Y estoy muy en deuda con Dios, que me dio una gracia tan grande; a saber, que por mí, muchos pueblos renacieran en Dios y luego fueran confirmados; me concedió también que pudiera ordenar por todas partes, ministros para este pueblo que ha recibido recientemente la fe, este pueblo que el Señor adquirió de los extremos de la tierra como antes había prometido por sus profetas: “Vendrán a ti pueblos de los extremos de la tierra…;y de nuevo: te puse como luz entre los pueblos, para que seas salvación hasta el confín de la tierra”.

(Referencias Bíblicas : Sal. 94,9; Rm 12,1; 2S 7,18; Mt 13,54; Sal. 38,5; 2Tm 2,9; Lc 1,70; Jr 16,19; Is 49,6; Hch. 13,47)


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