domingo, 11 de noviembre de 2012

Evangelio - Domingo XXXII Semana del Tiempo Ordinario


† Lectura del santo Evangelio según san Marcos 12, 38-44
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y les decía:
"Tengan cuidado con los escribas, a quienes les gusta pasearse lujosamente vestidos y ser saludados por la calle. Buscan los puestos de honor en las sinagogas y los primeros lugares en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con el pretexto de largos rezos. Estos recibirán un juicio muy riguroso".
Jesús estaba sentado frente a las alcancías del templo, y observaba cómo la gente iba echando dinero en ellas. Pero llegó una viuda pobre, que echó dos monedas de muy poco valor. Jesús llamó entonces a sus discípulos y les dijo:
"Les aseguro que esa viuda pobre ha echado en las alcancías más que todos los demás. Pues todos han echado lo que les sobraba, mientras que ella ha echado desde su pobreza todo lo que tenía para vivir".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria

Trigésimo segundo Domingo

ciclo b

EL VALOR DE LA LIMOSNA

— Dar no solo de lo superfluo, sino incluso de aquello que nos parece necesario.

La liturgia de este domingo nos presenta la generosidad de dos mujeres que merecieron ser alabadas por Dios. En la Primera lectura1 leemos cómo Elías pidió de comer a una viuda que encontró a las puertas de Sarepta. Eran días de sequía y de hambre, pero aquella mujer compartió con el Profeta lo que le quedaba, hasta el último puñado de harina, y confió en las palabras de aquel hombre de Dios: La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra. Y así sucedió. Tuvo luego el honor de ser recordada por Jesús2.
El Evangelio de la Misa nos presenta al Señor sentado ante el cepillo de las ofrendas para el Templo3. Observaba cómo las gentes depositaban allí su limosna y bastantes ricos echaban mucho. Entonces se acercó una viuda pobre y echó dos monedas, que hacen la cuarta parte de un as. Se trataba de dos monedas de escaso valor. Su importancia desde un punto de vista contable era mínima, pero para Jesús fue muy grande. Mientras ella se marchaba, congregó a sus discípulos y, señalándola, dijo: En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos los otros, pues todos han echado algo que les sobraba; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía, todo su sustento. El Señor alaba en esta mujer la generosidad de las limosnas destinadas al culto y toda dádiva que nace de un corazón recto y generoso, que sabe dar incluso aquello de que tiene necesidad. Más que en la cantidad misma, Jesús se fija en las disposiciones interiores que mueven a obrar; no mira tanto “la cantidad que se le ofrece, sino el afecto con que se le ofrece”4.
La limosna, no solo de lo superfluo sino también de lo necesario, es una obra de misericordia gratísima al Señor, que no deja nunca de recompensar. “Jamás será pobre una casa caritativa”5, solía repetir el santo Cura de Ars. Su práctica habitual resume y manifiesta otras muchas virtudes, y atrae la benevolencia divina. En la Sagrada Escritura es vivamente recomendada: Nunca temas dar limosna -se lee en el libro de Tobías- porque de ese modo atesoras una buena reserva para el día de la necesidad. Porque la limosna libra de la muerte e impide caer en las tinieblas. Es un don valioso para cuantos la practican en presencia del Altísimo6. Si alguno no entendiera esta obligación o se resistiera a cumplirla se expondría a reproducir en su vida la triste figura de aquel mal rico7 que, ocupado solo en sí mismo y apegado desordenadamente a sus bienes, no acertó a ver que el Señor puso al pobre Lázaro cerca de él para que le socorriera con sus bienes.
¡Con qué alegría volvería aquella mujer a su casa, después de haber dado todo lo que tenía! ¡Qué sorpresa la suya cuando, en su encuentro con Dios después de esta vida, pudo ver la mirada complacida de Jesús aquella mañana en que hizo su ofrenda! Cada día esta mirada de Dios se posa sobre nuestra vida.

— La limosna manifiesta nuestro amor y entrega al Señor.

La limosna brota de un corazón misericordioso que quiere llevar un poco de consuelo al que padece necesidad, o contribuir con esos medios económicos al sostenimiento de la Iglesia y de aquellas obras buenas dirigidas al bien de la sociedad. Esta práctica lleva al desprendimiento y prepara el corazón para entender mejor los planes de Dios. Esta disposición del alma “lleva a ser muy generosos con Dios y con nuestros hermanos; a moverse, a buscar recursos, a gastarse para ayudar a quienes pasan necesidad. No puede un cristiano conformarse con un trabajo que le permita ganar lo suficiente para vivir él y los suyos: su grandeza de corazón le impulsará a arrimar el hombro para sostener a los demás, por un motivo de caridad, y por un motivo de justicia”8.
Los primeros cristianos manifestaron su amor a los demás viviendo con especial esmero la preocupación por atender las necesidades materiales de sus hermanos. De ahí las innumerables referencias que encontramos en los Hechos de los Apóstoles y en las Epístolas de San Pablo sobre el modo de vivir esta obra de misericordia. Hasta se sugiere la manera concreta de llevarla a cabo: El día primero de la semana, separe cada uno de vosotros lo que le parezca bien...9, escribe San Pablo a los cristianos de Corinto, No solo daban de lo que les sobraba: en muchos casos –como ocurría en Macedonia– pasaban entonces por duros momentos económicos. El Apóstol no deja de alabarlos, puesen medio de una gran tribulación con que han sido probados, su rebosante gozo y su extrema pobreza se desbordaron en tesoros de generosidad; porque doy testimonio de que según sus posibilidades, y aun por encima de ellas, nos pidieron con mucha insistencia la gracia particular de participar en el servicio de los santos10. Y no solo contribuyeron con generosidad en la colecta en favor de los cristianos de Jerusalén,sino que se dieron a sí mismos, primeramente al Señor y luego, por voluntad de Dios, a nosotros11. Quizá se refiere San Pablo a la entrega generosa a la evangelización de sus colaboradores más leales. Comentando este pasaje, Santo Tomás afirma que “así debe ser el orden en el dar: que primero el hombre sea acepto a Dios, porque si no es grato a Dios, tampoco serán recibidos sus dones”12. La limosna, en cualquiera de sus formas, es expresión de nuestra entrega y de nuestro amor al Señor, que han de ir por delante. Dar y darse no depende de lo mucho o de lo poco que se posea, sino del amor a Dios que se lleva en el alma. “Nuestra humilde entrega –insignificante en sí, como el aceite de la viuda de Sarepta o el óbolo de la pobre viuda– se hace aceptable a los ojos de Dios por su unión a la oblación de Jesús”13.

— Dios recompensa con creces nuestra generosidad.

La limosna atrae la bendición de Dios y produce abundantes frutos: cura las heridas del alma, que son los pecados14; es “defensa de la esperanza, tutela de la fe, medicina del pecado; está al alcance de quien la quiere efectuar, grande y fácil a la vez, sin peligro de que nos persigan por ella, corona de la paz, verdadero y máximo don de Dios, necesaria para los débiles, gloriosa para los fuertes. Con ella el cristiano alcanza la gracia espiritual, consigue el perdón de Cristo juez y cuenta a Dios entre sus deudores”15.
La limosna ha de ser hecha con rectitud de intención, mirando a Dios, como aquella viuda de la que nos habla Jesús en el Evangelio; con generosidad, con bienes que muchas veces nos serían precisos, pero que son más necesarios a otros; evitando ser mezquinos o tacaños “con quien tan generosamente se ha excedido con nosotros, hasta entregarse totalmente, sin tasa. Pensad ¿cuánto os cuesta –también económicamente– ser cristianos?”16. La limosna debe nacer de un corazón compasivo, lleno de amor a Dios y a los demás. Por eso, por encima del valor material de los bienes que compartimos, está el espíritu de caridad con que realizamos la limosna, que se manifestará en la alegría y generosidad al practicarla. Así, aunque no dispongamos de muchos bienes, haremos realidad las palabras de San Pablo que hoy recoge la Liturgia de las Horas: Con la fuerza de Dios, somos los afligidos siempre alegres, los pobres que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen17. No demos nunca con mala gana o con tristeza, porque Dios ama al que da con alegría18.
Dios premiará con creces nuestra generosidad. Lo que hayamos aportado a los demás en tiempo, dedicación, bienes materiales..., el Señor nos lo devolverá aumentado. Os digo esto: quien siembra escasamente, escasamente cosechará; y quien siembra copiosamente, copiosamente cosechará19. Así multiplicó Dios los pocos bienes que la viuda de Sarepta puso a disposición de Elías, y los panes y los peces que un muchacho entregó a Jesús20 y que quizá tenía previsoramente reservados para aquella necesidad... “Esto dice tu Señor (...): Me diste poco, recibirás mucho; me diste bienes terrenos, te los devolveré celestiales; me lo diste temporales, los recibirás eternos...”21. Con gran verdad afirma Santa Teresa que “aun en esta vida los paga Su Majestad por unas vías que solo quien goza de ello lo entiende”22.
Pidamos a Nuestra Señora que nos conceda un corazón generoso que sepa dar y darse, que no escatime tiempo, ni bienes económicos, ni esfuerzo... a la hora de ayudar a otros y a esas empresas apostólicas en bien de los demás. El Señor nos mirará desde el Cielo con amor compasivo, como miró a la mujer pobre que se acercó aquella mañana al cepillo del Templo.

1 1 Rey 17, 10-16. — 2 Cfr. Lc 4, 25 ss. — 3 Mc 12, 41-44. — 4 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Epístola a los Hebreos. 1.— 5 Santo Cura de Ars, Sermón sobre la limosna. — 6 Tob 4, 8-11. — 7 Cfr. Lc16, 19 ss. — 8 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 126. — 91 Cor 16, 2. — 10 2 Cor 8, 2-4. — 11 2 Cor 2, 5. — 12 Santo Tomás, Comentario a la Segunda Carta de San Pablo a los Corintios, 2, 5. — 13Juan Pablo II, Homilía en Barcelona, 7-XI-1982. — 14 Cfr. Catecismo Romano, IV, 14, n. 23. — 15 San Cipriano, De las buenas obras y de la limosna, 27. — 16 San Josemaría Escrivá, loc. cit. — 17 Liturgia de las Horas, Antífona de Laudes. 2 Cor 6, 10. — 18 2 Cor 9, 7. — 19 2 Cor 9, 6. — 20 Cfr. Jn 6, 9. — 21 San Agustín, Sermón 38, 8. — 22 Santa Teresa, Vida, 4. 2.
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Otro Comentario: Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España)
La pobreza requiere pureza de intención y generosidad. La conciencia, "epicentro" de la moral
Hoy, en contraste evidente con los maestros de la ley, el Evangelio nos presenta el gesto sencillo, insignificante, de una mujer viuda que suscitó la admiración de Jesús. El valor del donativo era casi nulo, pero la decisión de aquella mujer era admirable, heroica: dio todo lo que tenía para vivir.

En este gesto, Dios y los demás pasaban delante de ella y de sus propias necesidades. Ella permanecía totalmente en las manos de la Providencia. Jesús valoró el olvido de sí misma, y el deseo de glorificar a Dios y de socorrer a los pobres, como el donativo más importante de todos los que se habían hecho —quizá ostentosamente— en el mismo lugar.

—La opción fundamental y salvífica tiene lugar en el núcleo de la propia conciencia, cuando decidimos abrirnos a Dios y vivir a disposición del prójimo; el valor de la elección no viene dado por la cualidad o cantidad de la obra hecha, sino por la pureza de la intención y la generosidad del amor.
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Otro comentario: Pbro. José MARTÍNEZ Colín (Culiacán, México)
Todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba
Hoy, el Evangelio nos presenta a Cristo como Maestro, y nos habla del desprendimiento que hemos de vivir. Un desprendimiento, en primer lugar, del honor o reconocimiento propios, que a veces vamos buscando: «Guardaos de (…) ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes» (cf. Mc 12,38-39). En este sentido, Jesús nos previene del mal ejemplo de los escribas.

Desprendimiento, en segundo lugar, de las cosas materiales. Jesucristo alaba a la viuda pobre, a la vez que lamenta la falsedad de otros: «Todos han echado de lo que les sobraba, ésta [la viuda], en cambio, ha echado de lo que necesitaba» (Mc 12,44).

Quien no vive el desprendimiento de los bienes temporales vive lleno del propio yo, y no puede amar. En tal estado del alma no hay “espacio” para los demás: ni compasión, ni misericordia, ni atención para con el prójimo.

Los santos nos dan ejemplo. He aquí un hecho de la vida de san Pío X, cuando todavía era obispo de Mantua. Un comerciante escribió calumnias contra el obispo. Muchos amigos suyos le aconsejaron denunciar judicialmente al calumniador, pero el futuro Papa les respondió: «Ese pobre hombre necesita más la oración que el castigo». No lo acusó, sino que rezó por él.

Pero no todo terminó ahí, sino que —después de un tiempo— al dicho comerciante le fue mal en los negocios, y se declaró en bancarrota. Todos los acreedores se le echaron encima, y se quedó sin nada. Sólo una persona vino en su ayuda: fue el mismo obispo de Mantua quien, anónimamente, hizo enviar un sobre con dinero al comerciante, haciéndole saber que aquel dinero venía de la Señora más Misericordiosa, es decir, de la Virgen del Perpetuo Socorro.

¿Vivo realmente el desprendimiento de las realidades terrenales? ¿Está mi corazón vacío de cosas? ¿Puede mi corazón ver las necesidades de los demás? «El programa del cristiano —el programa de Jesús— es un “corazón que ve”» (Benedicto XVI).



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