viernes, 16 de noviembre de 2012

Evangelio - Viernes XXXII Semana del Tiempo Ordinario


† Lectura del santo Evangelio según san Lucas 17, 26-37
Gloria a ti, Señor.
"Cuando venga el Hijo del hombre sucederá lo mismo que en tiempos de Noé. Hasta el día en que Noé entró en el arca, la gente comía, bebía y se casaba; pero vino el diluvio y acabo con todos. Lo mismo sucedió en tiempos de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, plantaban y edificaban. Pero el día en que Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre y acabó con todos. Así será el día en que se manifieste el Hijo del hombre. Aquel día, el que esté en la azotea y tenga en casa sus bienes, que no baje a recogerlos; igualmente, el que esté en el campo, que no se regrese. Acuérdense de la mujer de Lot. El que intente salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda, la recobrará.
Les aseguro que aquella noche estarán dos juntos en la misma cama: a uno lo llevarán y a otro lo dejarán; estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a otra la dejarán".
Ellos le preguntaron:
"¿Donde, Señor?"
Y les contestó:
"Donde está el cadáver, allí se juntarán los buitres".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria
 32ª semana. Viernes
EL SENTIDO CRISTIANO DE LA MUERTE


— No podemos vivir de espaldas a ese momento supremo. Nos preparamos día a día.

El Evangelio de la Misa1 nos habla de la segunda venida de Cristo a la tierra, que será inesperada. Pues como el relámpago fulgurante brilla de un extremo al otro del cielo, así será en su momento el día del Hijo del hombre. En este discurso del Señor se interponen diversos planos de sucesos, y en todos ellos se hace hincapié en la repentina llegada de Jesús glorioso al fin de los tiempos.
Los discípulos, llevados por una curiosidad natural, preguntan dónde y cuándo tendrán lugar los acontecimientos que acaban de oír. El Señor les responde con un proverbio conocido ya seguramente por ellos: Donde quiera que esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas. Quiere poner de manifiesto Jesús que, con la misma rapidez con que las aves de rapiña se dirigen a su presa, así será el encuentro del Hijo de Dios con el mundo al fin de los tiempos y con cada hombre al fin de sus días. Porque vosotros sabéis muy bien -escribe San Pablo a los primeros cristianos de Tesalónica- que como el ladrón en la noche, así vendrá el día del Señor2. Es una llamada, una vez más, a la vigilancia, a no vivir de espaldas a esa jornada definitiva –el día del Señor– en la que por fin veremos cara a cara a Dios. San Agustín, comentando este Evangelio, enseña que la razón por la que estas cosas permanecen ocultas es para que estemos siempre preparados3.
En algunos ambientes no es fácil hoy hablar de la muerte; solo el hecho de mencionarla parece un asunto desagradable, de mal gusto. Sin embargo, es el acontecimiento que ilumina la vida, y la Iglesia nos invita a meditarlo; precisamente para que no nos encuentre desprevenidos ese momento supremo. El modo pagano de pensar y de vivir de muchos –incluso de algunos que externamente se dicen cristianos– les lleva a vivir de espaldas a esta realidad y a borrar, en lo posible, las señales indicadoras de que caminamos deprisa a un fin. Y toman esta actitud porque ignoran el sentido verdadero de la muerte. En vez de considerarla como una “amiga” o incluso como una “hermana”4, se la ve como una catástrofe, la gran catástrofe que un día ha de llegar y que echa por tierra los planes y las ilusiones en los que se ha puesto todo el sentido del vivir; por tanto –piensan–, es preciso ignorarla, como si no hubiera de afectarnos personalmente. En lugar de verla como lo que en realidad es, la llave de la felicidad plena, se la ve como el fin del bienestar que tanto cuesta amasar aquí abajo. Ignoran, en su falta de fe operativa y práctica, que el hombre seguirá existiendo, aunque haya de “cambiar de casa”5. Como nos recuerda frecuentemente la liturgia, vita mutatur, non tollitur6, la vida se cambia, pero no se pierde. Para el cristiano, la muerte es el final de una corta peregrinación y la llegada a la meta definitiva, para la que nos hemos preparado día a día7, poniendo el alma en las tareas cotidianas. Con ellas, y a través de ellas, nos hemos de ganar el Cielo. Por eso, para él ese momento no llegará como el ladrón en la noche, porque cuenta, serenamente, con ese encuentro definitivo con su Señor. Sabe bien que la muerte “es un paso y traslado a la eternidad, después de correr en esta carrera temporal”8.
Con todo, “si alguna vez te intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?”9.

— La muerte adquiere un sentido nuevo con la Muerte y Resurrección de Cristo.

La Sagrada Escritura nos enseña expresamente que Dios no hizo la muerte, ni se alegra en la perdición de los seres vivos10. Antes del pecado original no había muerte, tal y como hoy la conocemos, con ese sentido doloroso y difícil con que tantas veces la hemos visto, quizá de cerca, La rebelión del primer hombre trajo consigo la pérdida de dones extraordinarios que Dios le había concedido al crearlo. Y así, ahora, para llegar a la casa del Padre, nuestra definitiva morada, hemos de atravesar esa puerta: es el tránsito de este mundo al Padre11. La desobediencia de Adán llevó consigo, junto a la pérdida de la amistad con Dios, la pérdida del don gratuito de la inmortalidad.
Pero Jesucristo destruyó la muerte e iluminó la vida12, le quitó su maldad esencial, el aguijón, el veneno; y, gracias a Él, adquiere un sentido nuevo; se convierte en el paso a una Vida nueva. Su victoria se transmite a todos los que creen en Él y participan de su Vida. Yo soy –afirmó el Maestro– la resurrección y la Vida; el que cree en Mí, aun cuando hubiere muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí, no morirá para siempre13. Aunque la muerte es el enemigo del hombre en su vida natural, en Cristo se convierte en “amiga” y “hermana”. Aunque el hombre sea derrotado por ese enemigo, sale al fin vencedor porque mediante ella, mediante la muerte, adquiere la plenitud de la Vida. Se entiende bien que para una sociedad que tiene como fin casi exclusivo, o exclusivo, los bienes materiales, la muerte siga siendo el fracaso total, el último enemigo que acaba de golpe con todo lo que dio sentido a su vivir: placer, gloria humana, goce de los sentidos, ansias desordenadas de bienestar material... Quienes tienen el alma pagana siguen viviendo como si Cristo no hubiera realizado la Redención, transformando completamente el sentido del dolor, del fracaso y de la muerte.
La muerte de los pecadores es pésima14, afirma la Sagrada Escritura; en cambio, es preciosa, en la presencia de Dios, la muerte de los santos15. En este mismo sentido, la Iglesia celebró desde los primeros tiempos el día de la muerte de los mártires y de los santos como un día de alegría; era el dies natalis, el día del nacimiento a la nueva Vida, a la felicidad sin término, el día en que contemplaron, radiantes, el rostro de Jesús. Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, nos recuerda el ApocalipsisSí, dice el Espíritu, que descansen de sus trabajos, pues sus obras los acompañan16. No solamente serán premiados por su fidelidad a Cristo, hasta en lo más pequeño –hasta un vaso de agua dado por Cristo recibirá su recompensa17–, sino que, como enseña la Iglesia, permanecerán con ellos, de algún modo, “los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra con el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal...”18. Todo lo demás se perderá: volverá a la tierra y al olvido...Sus buenas obras le acompañan.

— Lecciones para la vida que nos da la muerte.

La muerte nos da grandes lecciones para la vida. Nos enseña a vivir con lo necesario, desprendidos de los bienes que hemos de usar, pero que dentro de un tiempo, siempre corto, habremos de dejar; llevaremos, para siempre, el mérito de nuestras buenas obras.
La muerte nos enseña a aprovechar bien cada día: carpe diem19, goza del presente, decían los antiguos; y nosotros, con sentido cristiano, podemos darle un sentido nuevo: aprovechemos gozosamente cada día como si fuera el único, sabiendo que ya no se repetirá jamás. Hoy, a la hora del examen de conciencia, nos dará gran alegría pensar en las jaculatorias, actos de amor al Señor, trato con el Ángel Custodio, favores a los demás, pequeños servicios, vencimientos en el cumplimiento del deber, paciencia quizá..., que el Señor ha convertido en joyas preciosas para la eternidad. Con la muerte termina la posibilidad de merecer para la vida eterna20. No dejemos escapar estos días, numerados y contados, que faltan para llegar al final del camino.
La incertidumbre del momento de nuestro encuentro definitivo con Dios nos impulsa a estar vigilantes, como quien aguarda la llegada de su Señor21, cuidando con esmero el examen de conciencia, con contrición verdadera por las flaquezas de esa jornada; aprovechando bien la Confesión frecuente para limpiar el alma aun de pecados veniales y de las faltas de amor. El recuerdo de la muerte nos ayuda a trabajar con más empeño en la tarea de la propia santificación, viviendo no como necios, sino como prudentes, redimiendo el tiempo22, recuperando tantos días y tantas oportunidades perdidas; a veces puede ocurrir lo que escribió el clásico: “No es que tengamos poco tiempo, es que hemos perdido mucho”23. Aprovechemos el que nos queda.
Hemos de desear vivir largo tiempo, para rendir mayores servicios a Dios, para presentarnos delante del Señor con las manos más llenas..., y porque amamos la vida, que es un regalo de Dios. Y cuando llegue nuestro encuentro con el Señor, hasta esos últimos instantes nos han de servir para purificar nuestra vida y ofrecernos con un acto de amor a Dios Padre. Para ese trance escribió San Ignacio de Loyola: “Como en la vida toda, así también en la muerte, y mucho más, debe cada uno (...) esforzarse y procurar que Dios nuestro Señor sea en ella glorificado y servido, y los prójimos edificados, a lo menos del ejemplo de su paciencia y fortaleza, con fe viva, esperanza y amor de los bienes eternos...”24. El último instante aquí en la tierra debe ser también para la gloria de Dios. ¡Qué alegría nos dará entonces todo lo que nos afanamos en llevar a cabo en la vida por el Señor!: el trabajo ofrecido, las personas que procuramos acercar al sacramento de la Confesión, los mil pequeños detalles de servicio a quien trabajó tantas horas con nosotros, la alegría que llevamos a la familia y a todos, las intemperancias que procuramos disculpar y olvidar...
Después de haber dejado aquí frutos que perdurarán hasta la vida eterna, partiremos. Entonces podremos decir con el poeta:
“—Dejó mi amor la orilla
y en la corriente canta.
—No volvió a la ribera
que su amor era el agua”25.
1 Lc 17, 26-37. — 2 1 Tes 5, 2. — 3 Cfr. San Agustín, Comentario al Salmo 120, 3. — 4 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, nn. 735 y 739, — 5 Cfr. Ibídem, n. 744. — 6 Misal Romano, Prefacio de difuntos. — 7 Cfr. C. Pozo, Teología del más allá, BAC, Madrid 1980, pp. 468 ss. — 8 San Cipriano, Tratado sobre la mortalidad, 22. — 9 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 891. — 10 Sab 1, 13. — 11 Jn 13, 1. — 12 2 Tim 1, 10. — 13 Jn 11, 25. — 14 Sal 33, 22. — 15 Sal 15, 15. — 16 Apoc 14, 13. — 17 Mt 10, 42. — 18 Conc Vat. II, Const. Gaudium et spes, 39. — 19 Horacio, Odas, 1, 11, 7. — 20 Cfr. León X, Bula Exsurge Domine, 15-VI-1520, prop. 38. — 21Cfr. Lc 12, 35-42. — 22 Ef 5, 15-16. — 23 Séneca, De brevitate vitae, 1, 3. — 24 San Ignacio de Loyola,Constituciones S. I., p. 6ª. c, 4, n. 1. — 25 B. Llorens, Secreta fuente, Rialp, Madrid 1948, p. 86.
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Otro Comentario: Beato John Henry Newman (1801-1890), teólogo, fundador del Oratorio en Inglaterra -  Sermón “La Encarnación”, PPS, vol. 2 n°3 
"El día en que el Hijo del hombre se revelará"

    Nuestro Señor y Salvador aceptó vivir en un mundo que lo rechazó; vivió allí para morir por él en el momento fijado. Vino como el sacerdote designado para ofrecer el sacrificio por los que no participaban en ningún acto de adoración... Murió, y resucitó al tercer día, Sol de justicia (Mal 3,20), mostrando todo el esplendor que había permanecido escondido por la nubosidad del principio. Resucitó y está a la derecha de Dios, para pleitear por sus sagradas heridas a favor de nuestro perdón, para reinar y conducir a su pueblo rescatado, y para verter sobre él de su costado traspasado las mayores bendiciones. Subió para descender en el momento fijado y juzgar al mundo que rescató... Elevó con él la naturaleza humana...porque un hombre nos rescató, un hombre ha sido exaltado por encima toda criatura, haciéndose uno con nuestro Creador, y un hombre juzgará a los hombres el último día (Hch. 17,31).

    Esta tierra es tan privilegiada que nuestro juez no será un extranjero, sino el que es nuestro semejante, el que defenderá nuestros intereses y comprenderá plenamente con todas nuestras imperfecciones. El que nos amó hasta morir por nosotros, es designado misericordiosamente para fijar la medida y el valor final de su propia obra. El que aprendió de su propia debilidad a defender al débil, el que quiere cosechar todo el fruto de su Pasión, separará el trigo de la paja, de suerte que no se perderá ni un grano (cf Mt 3,12). El que nos hizo participar en su propia naturaleza espiritual, de quien hemos recibido la vida de nuestras almas, el que es nuestro hermano, decidirá de sus hermanos. ¡En este segundo advenimiento, que se acuerde de nosotros en su infinita piedad y misericordia, Él, que es nuestra única esperanza, Él, que es nuestra única salvación!

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Otro comentario: Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España)
Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará
Hoy, en el contexto predominante de una cultura materialista, muchos actúan como en tiempos de Noé: «Comían, bebían, tomaban mujer o marido» (Lc 17,28); o como los coetáneos de Lot que «(…) compraban, vendían, plantaban, construían» (Lc 17,28). Con una visión tan miope, la aspiración suprema de muchos se reduce a su propia vida física temporal y, en consecuencia, todo su esfuerzo se orienta a conservar esa vida, a protegerla y enriquecerla.

En el fragmento del Evangelio que estamos comentando, Jesús quiere salir al paso de esta concepción fragmentaria de la vida que mutila al ser humano y lo lleva a la frustración. Y lo hace mediante una sentencia seria y contundente, capaz de remover las conciencias y de obligar al planteamiento de preguntas fundamentales: «Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará» (Lc 17,33). Meditando sobre esta enseñanza de Jesucristo, dice san Agustín: «¿Qué decir, pues? ¿Perecerán todos los que hacen estas cosas, es decir, quienes se casan, plantan viñas y edifican? No ellos, sino quienes presumen de esas cosas, quienes anteponen esas cosas a Dios, quienes están dispuestos a ofender a Dios al instante por tales cosas».

De hecho, ¿quién pierde la vida por haberla querido conservar sino aquel que ha vivido exclusivamente en la carne, sin dejar aflorar el espíritu; o aún más, aquel que vive ensimismado, ignorando por completo a los demás? Porque es evidente que la vida en la carne se ha de perder necesariamente, y que la vida en el espíritu, si no se comparte, se debilita.

Toda vida, por ella misma, tiende naturalmente al crecimiento, a la exuberancia, a la fructificación y la reproducción. Por el contrario, si se la secuestra y se la recluye en el intento de poseerla codiciosa y exclusivamente, se marchita, se esteriliza y muere. Por este motivo, todos los santos, tomando como modelo a Jesús, que vivió intensamente para Dios y para los hombres, han dado generosamente su vida de multiformes maneras al servicio de Dios y de sus semejantes.

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