sábado, 10 de noviembre de 2012

Evangelio - Sábado XXXI Semana del Tiempo Ordinario


† Lectura del santo Evangelio según san Lucas 16, 9-15
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: 
"Gánense amigos con los bienes de este mundo. Así, cuando tengan que dejarlos, los recibirán en las moradas eternas. El que de fiar en lo poco, lo es también en lo mucho. Y el que es injusto en lo poco, lo es también en lo mucho. Pues si no fueron de fiar en los bienes de este mundo, ¿quién les confiará el verdadero bien? Y si no fueron de fiar administrando bienes ajenos, ¿quién les confiará lo que es de ustedes?
Ningún criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará a otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No pueden servir a Dios y al dinero.
Estaban oyendo todo esto los fariseos, amigos del dinero, y se burlaban de Jesús. El les dijo:
"Ustedes quieren pasar por hombres de bien ante la gente, pero Dios conoce sus corazones; porque, en realidad, lo que parece valioso para los hombres es despreciable para Dios".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria 
31ª semana. Sábado
SERVIR A UN SOLO SEÑOR

— Pertenecemos a Dios por entero.

En la Antigüedad, el siervo se debía íntegramente a su señor. Su actividad llevaba consigo una dedicación tan total y absorbente que no cabía compartirla con otro trabajo u otro amo. Así se entienden mejor las palabras de Jesús, que leemos en el Evangelio de la Misa1Ningún criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o preferirá a uno y despreciará al otro. Y concluye el Señor: No podéis servir a Dios y al dinero.
Seguir a Cristo significa encaminar a Él todos nuestros actos. No tenemos un tiempo para Dios y otro para el estudio, para el trabajo, para los negocios: todo es de Dios y a Él debe ser orientado. Pertenecemos por entero al Señor y a Él dirigimos nuestra actividad, el descanso, los amores limpios... Tenemos una sola vida, que se ordena a Dios con todos los actos que la componen. “La espiritualidad no puede ser nunca entendida como un conjunto de prácticas piadosas y ascéticas yuxtapuestas de cualquier modo al conjunto de derechos y deberes determinados por la propia condición; por el contrario, las propias circunstancias, en cuanto respondan al querer de Dios, han de ser asumidas y vitalizadas sobrenaturalmente por un determinado modo de desarrollar la vida espiritual, desarrollo que ha de alcanzarse precisamente en y a través de aquellas circunstancias”2.
Como el hilo sujeta las cuentas de un collar, así el deseo de amar a Dios, la rectitud de intención, dan unidad a todo cuanto hacemos. Por el ofrecimiento de obras pertenecen al Señor todas nuestras actividades de la jornada, las alegrías y las penas. Nada queda fuera del amor. “En nuestra conducta ordinaria, necesitamos una virtud muy superior a la del legendario rey Midas: él convertía en oro cuanto tocaba.
“—Nosotros hemos de convertir –por amor– el trabajo humano de nuestra jornada habitual, en obra de Dios, con alcance eterno”3.
El quehacer de todos los días, el cuidado de los instrumentos que empleamos en el trabajo, el orden, la serenidad ante las contradicciones que se presentan, la puntualidad, el esfuerzo que supone el cumplimiento del deber... es la materia que debemos transformar en el oro del amor a Dios. Todo está dirigido al Señor, que es quien da un valor eterno a nuestras obras más pequeñas.

— Unidad de vida.


El empeño por vivir como hijos de Dios se realiza principalmente en el trabajo, que hemos de dirigir a Dios; en el hogar, llenándolo de paz y de espíritu de servicio; y en la amistad, camino para que los demás se acerquen más y más al Señor. Con todo, en cualquier momento del día o de la noche debemos mantener ese empeño por ser, con la ayuda de la gracia, hombres y mujeres de una pieza, que no se comportan según el viento que corre o que dejan el trato con el Señor para cuando están en la iglesia o recogidos en oración. En la calle, en el trabajo, en el deporte, en una reunión social, somos siempre los mismos: hijos de Dios, que reflejan con amabilidad su seguimiento a Cristo en situaciones bien diversas:ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios4, aconsejaba San Pablo a los primeros cristianos. “Cuando te sientes a la mesa –comenta San Basilio a propósito de este versículo–, ora. Cuando comas pan, hazlo dando gracias al que es generoso. Si bebes vino, acuérdate del que te lo ha concedido para alegría y alivio de enfermedades. Cuando te pongas la ropa, da gracias al que benignamente te la ha dado. Cuando contemples el cielo y la belleza de las estrellas, échate a los pies de Dios y adora al que con su Sabiduría dispuso todas estas cosas. Del mismo modo, cuando sale el sol y cuando se pone, mientras duermas y despierto, da gracias a Dios que creó y ordenó todas estas cosas para provecho tuyo, para que conozcas, ames y alabes al Creador”5. Todas las realidades nobles nos deben llevar a Él.
De la misma manera que cuando se ama a una criatura de la tierra se la quiere las veinticuatro horas del día, el amor a Cristo constituye la esencia más íntima de nuestro ser y lo que configura nuestro actuar. Él es nuestro único Señor, al que procuramos servir en medio de los hombres, siendo ejemplares en el trabajo, en los negocios, a la hora de vivir la doctrina social de la Iglesia en los diversos ámbitos de nuestra actividad, en el cuidado de la naturaleza, que es parte de la Creación divina... No tendría sentido que una persona que tratara al Señor con intimidad no se esforzara a la vez, y como una consecuencia lógica, por ser cordial y optimista, por ser puntual en su trabajo, por aprovechar el tiempo, por no hacer chapuzas en su tarea...
El amor a Dios, si es auténtico, se refleja en todos los aspectos de la vida. De aquí que, aunque las cuestiones temporales tengan su propia autonomía y no exista una “solución católica” a los problemas sociales, políticos, etc., tampoco existan ámbitos de “neutralidad”, donde el cristiano deje de serlo y de actuar como tal6. Por eso, el apostolado fluye espontáneo allí donde se encuentra un discípulo de Cristo, porque es consecuencia inmediata de su amor a Dios y a los hombres.

— Rectificar la intención.

Los fariseos que escuchaban al Señor eran amantes del dinero y trataban de compaginar su amor a las riquezas y a Dios, al que pretendían servir. Por eso, se burlaban de Jesús. También hoy los hombres tratan, en ocasiones, de ridiculizar el servicio total a Dios y el desprendimiento de los bienes materiales, porque –como los fariseos– no solo no están dispuestos a ponerlo en práctica, sino que ni siquiera conciben que otros puedan tener esa generosidad: piensan, quizá, que pueden existir ocultos intereses en quienes de verdad han escogido, en medio del mundo o fuera de él, a Cristo como único Señor7.
Jesús pone al descubierto la falsedad de aquella aparente bondad de los fariseos: Vosotros -les dice- os hacéis pasar por justos delante de los hombres; pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que parece excelso ante los hombres, es abominable delante de Dios. El Señor señala con una palabra fortísima –abominable– la conducta de aquellos hombres faltos de unidad de vida que, con la apariencia de ser fieles servidores de Dios, estaban muy lejos de Él, como se reflejaba en sus obras: gustan pasear vestidos con largas túnicas y anhelan los saludos en las plazas, los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes, y devoran las casas de las viudas con el pretexto de largas oraciones...8. En realidad, poco o nada amaban a Dios; se amaban a sí mismos.
Dios conoce vuestros corazones. Estas palabras del Señor nos deben llenar de consuelo, a la vez que nos llevarán a rectificar muchas veces la intención para rechazar los movimientos de vanidad y de vanagloria, de tal modo que nuestra vida entera esté orientada a la gloria de Dios. Agradar al Señor ha de ser el gran objetivo de todas nuestras acciones. El Papa Juan Pablo I, cuando aún era Patriarca de Venecia, escribía este pequeño cuento, lleno de enseñanzas. A la entrada de la cocina estaban echados los perros. Juan, el cocinero, mató un ternero y echó las vísceras al patio. Los perros las comieron, y dijeron: “Es un buen cocinero, guisa muy bien”.
Poco tiempo después, Juan pelaba los guisantes y las cebollas, y arrojó las mondaduras al patio. Los perros se arrojaron sobre ellas, pero torciendo el hocico hacia el otro lado dijeron: “El cocinero se ha echado a perder, ya no vale nada”.
Sin embargo, Juan no se conmovió lo más mínimo por este juicio, y dijo: “Es el amo quien tiene que comer y apreciar mis comidas, no los perros. Me basta con ser apreciado por mi amo”9. Si actuamos de cara a Dios, poco o nada nos debe importar que los hombres no lo entiendan o que lo critiquen. Es a Dios a quien queremos servir en primer lugar y sobre todas las cosas. Luego resulta que este amor con obras a Dios es, a la vez, la mayor tarea que podemos llevar a cabo en favor de nuestros hermanos los hombres.
Nuestra Madre Santa María nos enseñará a enderezar nuestros días y nuestras horas para que nuestra vida sea un verdadero servicio a Dios. “No me pierdas nunca de vista el punto de mira sobrenatural. -Rectifica la intención, como se rectifica el rumbo del barco en alta mar: mirando a la estrella, mirando a María. Y tendrás la seguridad de llegar siempre a puerto”10.

1 Lc 16, 13-14. — 2 A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, 4ª ed., Madrid 1976, p. 113. — 3San Josemaría Escrivá, Forja, n. 742. — 4 1 Cor 10, 31. — 5 San Basilio, Homilía in Julittam martirem. — 6Cfr. I. Celaya, Unidad de vida y plenitud cristiana, Pamplona 1985, p. 335. — 7 Cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Lc 16, 13-14. — 8 Cfr. Lc 20, 45-47. — 9 Cfr. A. Luciani,Ilustrísimos señores, pp. 12 ss. — 10 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 749.
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Otro comentario: Rev. D. Joaquim FORTUNY i Vizcarro (Cunit, Tarragona, España)
El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho
Hoy, Jesús habla de nuevo con autoridad: usa el «Yo os digo», que tiene una fuerza peculiar, de doctrina nueva. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (cf. 1Tim 2,4). Dios nos quiere santos y nos señala hoy unos puntos necesarios para alcanzar la santidad y estar en posesión de lo “verdadero”: la fidelidad en lo pequeño, la autenticidad y el no perder de vista que Dios conoce nuestros corazones.

La fidelidad en lo pequeño está a nuestro alcance. Nuestras jornadas suelen estar configuradas por lo que llamamos “la normalidad”: el mismo trabajo, las mismas personas, unas prácticas de piedad, la misma familia... En estas realidades ordinarias es donde debemos realizarnos como personas y crecer en santidad. «El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho» (Lc 16,10). Es preciso realizar bien todas las cosas, con una intención recta, con el deseo de agradar a Dios, nuestro Padre; hacer las cosas por amor tiene un gran valor y nos prepara para recibir “lo verdadero”. ¡Qué bellamente lo expresaba san Josemaría!: «¿Has visto cómo levantaron aquel edificio de grandeza imponente? —Un ladrillo, y otro. Miles. Pero, uno a uno. —Y sacos de cemento, uno a uno. Y sillares, que suponen poco, ante la mole del conjunto. —Y trozos de hierro. —Y obreros que trabajan, día a día, las mismas horas... ¿Viste cómo alzaron aquel edificio de grandeza imponente?... —¡A fuerza de cosas pequeñas!».

Examinar bien nuestra conciencia cada noche nos ayudará a vivir con rectitud de intención y a no perder nunca de vista que Dios lo ve todo, hasta los pensamientos más ocultos, como aprendimos en el catecismo, y que lo importante es agradar en todo a Dios, nuestro Padre, a quien debemos servir por amor, teniendo en cuenta que «ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro» (Lc 16,13). Nunca lo olvidemos: «Sólo Dios es Dios» (Benedicto XVI).






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