viernes, 29 de marzo de 2013

La Iglesia sin Cruz no es la Iglesia de Cristo

Actualizado 29 marzo 2013
La Iglesia sin Cruz no es la Iglesia de Cristo

La grandeza de la Cruz
Con todo este bagaje espiritual de muchos días de oración y compenetración con los sentimientos de Cris­to, llegamos a un día clave para la historia de la Reden­ción de la humanidad, para mi propia redención: Viernes Santo, día de la Pasión y muerte del Señor. Día en el que la Cruz ocupa el centro. La asombrosa Cruz que tan fenomenales gracias y triunfos nos ha traído.
Hoy es día de luto para la Iglesia. Pero un luto, que sin dejar de ser doloroso, está impregnado de esperan­za y de acciones de gracias. «Me amó y se entregó a si mismo por mí» (Gal. 2,20)
No lo olvides. Todo este drama his­tórico que se repite a diario, y hoy conmemoramos es­pecialmente, ocurrió por ti. Por ti solo el Señor habría preferido el dolor de la Cruz. La Semana Santa tiene su razón de ser en ti, pues tú hiciste posible la tremenda locura de la Cruz.
El Señor pasó por malhechor para que tú y yo seamos santos. Por eso, desde el principio de la liturgia de este día pedimos con voz solemne a Dios «Señor, Dios nuestro, Jesucristo, tu Hijo, al derramar su sangre por nosotros, se adentró en su misterio pascual  recuerda, pues, que tu ternura y tu misericordia son eternas, santifica a tus hijos y protégelos siempre».
Isaías lo había profetizado desde antiguo: Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron. Le dieron sepultura con los malhechores; porque murió con los malvados, aunque no había cometido crímenes, ni hubo engaño en su boca. El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento. Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años; lo que el Señor quiere prosperará por sus manos. A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará; con lo aprendido, mi Siervo justificará a muchos  cargando con los crímenes de ellos (Primera lectura) .
Jesucristo, con su santísima obediencia ha reparado nuestras deslealtades. Con su humillación ha reparado nuestro orgullo. Con su muerte quedan abiertos los caminos de la santidad para todos aquellos que tengan la bondad de pasar. El, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo,  a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que obedecen en autor de salvación eterna (Segunda lectura).
Ante este Cristo que agoniza, que está consumando todo por todos, elevamos nuestra alma en una oración universal, y pedimos con fe; por la Santa Iglesia, para que el Señor le dé la paz, la unidad y la proteja; pedimos por el Papa, para que Dios le asista; pedimos por los ministros y fieles en general, para que le sirvamos fielmente en la vocación a la que hemos sido llamados; por los catecúmenos, para que con el Bautizo se incorporen plenamente a Cristo; por la unidad de los cristianos  para que nos congreguemos en la única Iglesia fieles a la verdad; por los judíos, para que el Señor acreciente en ellos el amor de su Nombre y la fidelidad a la Alianza; por los que no creen en Cristo, para que iluminados por el Espíritu Santo, encuentren el camino de la salvación; por los que no creen en Dios, para que por la rectitud y sinceridad de su vida alcancen el premio de llegar a él; por los gobernantes, para que los guíe en sus pensamientos y decisiones hacia la paz y liber­tad de todos los hombres; por los atribulados, para que alivie sus dolores físicos y espirituales.
Sobre el campo silencioso de la Iglesia aparece sola la Cruz con Cristo muerto. La Iglesia, con voz temblorosa, nos dice a todos: Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la  salvación del mundo. Adoramos la Cruz. Con el corazón encogido besamos a Cristo muertoTu Cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero (Antífona de los improperios). Mientras tanto, oímos la voz del coro que, como venida del cielo, nos dice: ¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme (Improperios).
Ahí queda la Cruz, sobre el calvario del altar. Con el alma en silencio, meditamos y cantamos el himno li­túrgico: ¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza! Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto. ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza con un peso tan dulce en su corteza! (Antífona).
Y con un vivísimo agradecimiento, exteriorizado tal vez en los ojos húmedos por la emoción, nos acerca­mos a recibir el Cuerpo del Señor, convirtiendo nues­tro corazón en sepulcro nuevo donde Dios encuentre su descanso.
La Cruz se ha convertido en la señal y refugio del cristiano: «Métete en las llagas de Cristo Crucificado. —Allí aprenderás a guardar tus sentidos, tendrás vida interior, y ofrecerás al Padre de continuo los dolores del Señor y los de María, para pagar por tus deudas y por todas las deudas de los hombres». (Camino, n. 288)
Abrázate a tu cruz, la de cada día, y sigue al Señor de cerca.

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