miércoles, 18 de julio de 2012

Evangelio - Miércoles XV Semana del Tiempo Ordinario


† Lectura del santo Evangelio según san Mateo 11, 25-27
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, Jesús exclamó:
"Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los sencillos. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y al Padre sólo lo conoce el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar".
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria

15ª Semana. Miércoles
NUESTRO PADRE DIOS

— Dios está siempre a nuestro lado.
Cuando Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró cerca del Horeb, el monte santo, se le apareció Dios en una zarza que ardía sin consumirse. Allí recibió la misión extraordinaria de su vida: sacar al pueblo elegido de la esclavitud a que estaba sometido por los egipcios y llevarlo a la Tierra Prometida. Y como garantía de la empresa, el Señor le dijo: Yo estoy contigo1. No pudo imaginar Moisés entonces hasta qué punto Dios iba a estar con él y con su pueblo en medio de tantas vicisitudes y pruebas.
Tampoco nosotros conocemos del todo –por nuestra limitación humana– hasta qué extremo está Dios con nosotros en todos los momentos de la vida. Esta cercanía se hace especialmente próxima cuando Dios ve que estamos recorriendo el camino hacia la santidad. Está como un Padre que cuida de su hijo pequeño. Jesús, perfecto Dios y perfecto Hombre, nos habla constantemente, a lo largo del Evangelio, de esta cercanía de Dios en la vida de los hombres y de su amorosa paternidad. Solo Él podía hacerlo, pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo2, nos dice en el Evangelio de la Misa. El Hijo conoce al Padre con el mismo conocimiento con que el Padre conoce al Hijo. Jamás se ha dado ni se dará una intimidad más perfecta. Es la identificación de saber y de conocimiento que implica la unidad de la naturaleza divina. Jesús está declarando con estas palabras su divinidad.
Y como Hijo, que es consustancial con el Padre, nos manifiesta quién es Dios Padre en relación a nosotros, y cómo en su bondad nos otorga el Don del Espíritu Santo. Este fue el núcleo de su revelación a los hombres: el misterio de la Santísima Trinidad, y con él y en él la maravilla de la paternidad divina. La última noche, cuando parece resumir en la intimidad del Cenáculo lo que habían sido aquellos años de entrega y de confidencias profundas, declara: Manifesté tu nombre a los que me diste3. “Manifestar el nombre” era mostrar el modo de ser, la esencia de alguien. El Señor nos dio a conocer la intimidad del misterio trinitario de Dios: su paternidad, siempre próxima a los hombres. Son incontables las veces que Jesús da a Dios el título de Padre en sus diálogos íntimos y en su doctrina a las muchedumbres. Habla con detenimiento de su bondad como Padre: retribuye cualquier pequeña acción, pondera todo lo bueno que hacemos, incluso lo que nadie ve4, es tan generoso que reparte sus dones sobre justos e injustos5, anda siempre solícito y providente sobre nuestras necesidades6. Con frecuencia, el nombre de Padre viene citado como un estribillo que le fuera muy grato repetir a Jesús. Nunca está lejos de nuestra vida, como no lo está el padre que ve a su hijo pequeño solo y en peligro. Si buscamos agradarle en todo, siempre le encontraremos a nuestro lado: “Cuando ames de verdad la Voluntad de Dios, no dejarás de ver, aun en los momentos de mayor trepidación, que nuestro Padre del Cielo está siempre cerca, muy cerca, a tu lado, con su Amor eterno, con su cariño infinito”7.

— Imitar a Jesús para ser buenos hijos de Dios Padre.

Dios no es solamente el hacedor del hombre, como el pintor lo es del cuadro; Dios es padre del hombre, y de un modo misterioso y sobrenatural le hace partícipe de la naturaleza divina8. El Padre ha querido que nos llamemos hijos de Dios y que en verdad lo seamos9. Ser hijos de Dios no es una conquista nuestra, no es un progreso humano, sino don divino, don inefable que hemos de considerar y de agradecer frecuentemente todos los días. La filiación divina será el fundamento de nuestra alegría y de nuestra esperanza al realizar la tarea que el Señor nos ha encomendado. Aquí estará la seguridad ante los posibles temores y angustias: Padre, Padre mío, le diremos tantas veces, acariciando este nombre suave y sonoro, jugoso y fuerte; ¡Padre!, le gritaremos en momentos de alegría y en situaciones de peligro. “Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo”10.
Nuestra participación en la filiación divina se realiza a través de Jesucristo: en la medida en que nos empeñamos, con la ayuda de la gracia, en parecernos a Él, que es el Primogénito de muchos hermanos sin dejar de ser el Unigénito del Padre.
Dios Padre nos ve cada vez más como hijos suyos en la medida en que nos parecemos más a su Hijo: si procuramos trabajar como Él, si tratamos con misericordia a quienes vamos encontrando en las diversas circunstancias que componen un día nuestro, si reparamos por los pecados del mundo, si somos agradecidos como lo era Jesús. Y, de modo especial, si en la oración acudimos a nuestro Padre Dios como lo hacía Jesucristo: prorrumpiendo frecuentemente en acciones de gracias y actos de alabanza ante las continuas manifestaciones del amor que Dios nos tiene. Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, leemos en el Evangelio de hoy11. Gracias, le decimos nosotros, porque me ha sucedido esto o aquello..., porque esa persona se ha acercado a los sacramentos..., porque me ayudas a sacar la familia adelante..., por poder desahogar mi corazón en la dirección espiritual..., por todo... Nos portamos como buenos hijos de Dios cuando nuestro pensamiento, nuestros afectos, se dirigen a Dios Padre con mucha frecuencia; no solo en los momentos difíciles, sino también en medio de la alegría, para alabarle y bendecirle: Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura12.
Hemos de procurar mirar a las gentes como lo hacía el Maestro... ¡Qué distinto es el mundo visto a través de la mirada de Cristo! Y es el Espíritu Santo el que nos impulsa a asemejarnos más a Cristo. Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios13. “Con el Espíritu se pertenece a Cristo –comenta San Juan Crisóstomo–, se le posee, se compite en honor con los ángeles. Con el Espíritu se crucifica la carne, se gusta el encanto de una vida inmortal, se tiene la prenda de la resurrección futura, se avanza rápidamente por el camino de la virtud”14. La filiación divina es el camino ancho para ir a la Trinidad Beatísima.

— La filiación divina nos lleva a identificarnos con Cristo.
Hemos meditado muchas veces en la misericordia de Dios, que quiso hacerse hombre para que el hombre en cierto modo se pudiera hacer Dios, se divinizara15, participara de modo real de la misma vida de Dios. La gracia santificante, que recibimos en los sacramentos y a través de las buenas obras, nos va identificando con Cristo y haciéndonos hijos en el Hijo, pues Dios Padre tiene un solo Hijo, y no cabe acceder a la filiación divina más que en Cristo, unidos e identificados con Él, como miembros de su Cuerpo Místico: vivo yo; pero ya no soy yo quien vive: es Cristo quien vive en mí16, San Pablo a los Gálatas.
Por esta razón, si nos dirigimos al Padre es Cristo quien ora en nosotros; cuando renunciamos a algo por Él, es Él quien está detrás de este espíritu de desasimiento; cuando queremos acercar a alguien a los sacramentos, nuestro afán apostólico no es más que un reflejo del celo de Jesús por las almas. Por benevolencia divina, nuestros trabajos y nuestros dolores completan los trabajos y los dolores que el Señor sufrió por su Cuerpo místico, que es la Iglesia. ¡Qué inmenso valor adquieren entonces el trabajo, el dolor, las dificultades de los días corrientes!
Este esfuerzo ascético que, con la ayuda de la gracia, nos lleva a identificarnos cada vez más con el Señor, nos debe mover a tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús17; y conforme nos identificamos con Él vamos creciendo en el sentido de la filiación divina, somos –para decirlo de algún modo– más hijos de Dios. En la vida humana no cabe ser “más o menos hijo” de un padre de la tierra, sino que todos lo son por igual: cabe solo ser buenos o malos hijos. En la vida sobrenatural, conforme más santos seamos, somos más hijos de Dios; al meternos más y más en la intimidad divina, llegamos a ser no solo mejores hijos, sino más hijos. Esa debe ser la gran meta de la vida de un cristiano: un continuo crecimiento en su filiación divina.
Nuestra Madre, Santa María, es el modelo perfecto de esta grandeza sublime a la que puede llegar la gracia divina cuando encuentra una correspondencia total. Nadie ha estado, fuera de Cristo en su Santísima Humanidad, más cerca de Dios; ni ninguna criatura puede llegar a ser, en la plenitud de sentido en la que la Santísima Virgen lo fue, Hija de Dios Padre.
Pidámosle que meta en nuestras almas la inquietud de buscar esas enseñanzas del Espíritu Santo que nos impulsan a imitar a Jesús: bajo su influjo tendremos la urgencia, la necesidad ardiente de volvernos hacia el Padre en todo momento, pero especialmente en la Misa: le invocaremos Padre clementísimo18, uniéndonos al sacrificio de su Hijo; nos atreveremos a verle como Padre y llamarle Abba, precisamente porque estamos ungidos por el Espíritu de su Hijo, que clama Abba, Padre19. Él es quien nos hace tener el hambre y la sed de Dios y de su gloria, tan patentes en su Hijo Encarnado. Y el Padre es glorificado por nuestra creciente semejanza con su Hijo Unigénito: Aquel que es poderoso sobre todas las cosas para hacer mucho más de lo que podemos pedir o pensar20, 21.

1 Primera lectura. Año I. Ex 3, 1-6; 9-1 2. — 2 Mt 11, 27. — 3 Jn 17, 6. — 4 Cfr. Mt 6, 3-4; 17-18. — 5 Cfr. Mt 5, 44-46. — 6 Cfr. Mt 4, 7-8, 25-33. — 7 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 240. — 8 2 Pdr 1, 4. — 9 1 Jn 3, 1 — 10 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 150 — 11 Mt 11, 25-26. — 12 Salmo responsorial. Año I. Sal 102, 1-4. — 13 Rom 8, 14. — 14 San Juan Crisóstomo, Comentario a la Epístola a los Romanos, 13. — 15 Cfr. San Ireneo, Contra los herejes, V, pref. — 16 Gal 2, 20. — 17 Flp 2, 5 — 18 Cfr. Misal Romano, Anáfora I. — 19 Gal 4, 6. —20 Ef 3, 20. — 21 Cfr. B. Perquin Abba, Padre, Rialp, Madrid 1986, pp. 139-140.
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Otro comentario: P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP (San Domenico di Fiesole, Florencia, Italia)

Has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños
Hoy, el Evangelio nos ofrece la oportunidad de penetrar, por así decir, en la estructura de la misma divina sabiduría. ¿A quien entre nosotros no le apetece conocer desvelados los misterios de esta vida? Pero hay enigmas que ni el mejor equipo de investigadores del mundo nunca llegará siquiera a detectar. Sin embargo, hay Uno ante el cual «nada hay oculto (...); nada ha sucedido en secreto» (Mc 4,22). Éste es el que se da a sí mismo el nombre de “Hijo del hombre”, pues afirma de sí mismo: «Todo me ha sido entregado por mi Padre» (Mt 11,27). Su naturaleza humana —por medio de la unión hipostática— ha sido asumida por la Persona del Verbo de Dios: es, en una palabra, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, delante la cual no hay tinieblas y por la cual la noche es más luminosa que el pleno día.

Un proverbio árabe reza así: «Si en una noche negra una hormiga negra sube por una negra pared, Dios la está viendo». Para Dios no hay secretos ni misterios. Hay misterios para nosotros, pero no para Dios, ante el cual el pasado, el presente y el futuro están abiertos y escudriñados hasta la última coma.

Dice, complacido, hoy el Señor: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11,25). Sí, porque nadie puede pretender conocer esos o parecidos secretos escondidos ni sacándolos de la obscuridad con el estudio más intenso, ni como debido por parte de la sabiduría. De los secretos profundos de la vida sabrá siempre más la ancianita sin experiencia escolar que el pretencioso científico que ha gastado años en prestigiosas universidades. Hay ciencia que se gana con fe, simplicidad y pobreza interiores. Ha dicho muy bien Clemente Alejandrino: «La noche es propicia para los misterios; es entonces cuando el alma —atenta y humilde— se vuelve hacia sí misma reflexionando sobre su condición; es entonces cuando encuentra a Dios».

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Otro Comentario: San Juan Crisóstomo (v. 345-407), sacerdote en Antioquía, después obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia 
Sermones sobre el Evangelio de Mateo, n° 38, 1 

"Se lo revelaste a los pequeños"

        "Te doy gracias, Padre: Te doy gracias, Padre -dice- porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes".¿Cómo? ¿Es que el Señor se alegra que se pierdan los sabios y prudentes y que no conozcan estas cosas? — ¡De ninguna manera! No. Es que el mejor camino de salvación era no forzar a los que le rechazaban y no querían aceptar su enseñanza. De este modo, ya que por el llamamiento no habían querido convertirse, sino que lo rechazaron y menospreciaron, por el hecho de sentirse reprobados vinieran a desear su salvación. De este modo también, los que le habían atendido vendrían a ser más fervorosos. Porque el habérseles a éstos revelado estas cosas era motivo de alegría; mas el habérseles ocultado a los otros, no ya de alegría, sino de lágrimas. Y también éstas derramó el Señor cuando lloró sobre Jerusalén (Lc 19,41). No se alegra pues, por eso, sino porque lo que no conocieron los sabios, lo conocieron los pequeñuelos. Como cuando dice Pablo: Doy gracias a Dios, porque erais esclavos del pecado, pero obedecisteis de corazón a la forma de doctrina a que fuisteis entregados (Rom 6,17).

        Llama aquí el Señor sabios a los escribas y fariseos, y lo hace así para incitar el fervor de sus discípulos, al ponerles delante qué bienes se concedieron a los pescadores y perdieron todos aquellos sabios. Mas, al llamarlos sabios, no habla el Señor de la verdadera sabiduría, que merece toda alabanza, sino de la que aquéllos se imaginaban poseer por su propia habilidad. De ahí que tampoco dijo: "Se les ha revelado a los necios", sino: a los pequeños, es decir, a los no fingidos, a los sencillos... Es una nueva lección que nos da para que nos apartemos de toda soberbia y sigamos la sencillez. La misma que Pablo nos reitera, con más energía, cuando escribe:"Si alguno entre vosotros cree ser sabio en este siglo, hágase necio para llgar a ser sabio (1 Cor 3,18."














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