martes, 28 de mayo de 2013

Evangelio - Miércoles VIII del Tiempo Ordinario

† Lectura del santo Evangelio según san Marcos 10, 32-45
Gloria a ti, Señor.
En aquel tiempo, los discípulos iban camino de Jerusalén, y Jesús se les adelantaba; los discípulos estaban sorprendidos y los que lo seguían iban asustados. El se llevó aparte otra vez a los Doce y se puso a decirles lo que le iba a suceder: 
"Ya ven que nos estamos dirigiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, van a condenarlo a muerte y lo entregarán a los paganos, se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán y a los tres días resucitará". 
Entonces se le acercaron Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dijeron: 
"Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte".
Les preguntó:
"¿Qué quieren que haga por ustedes?" 
Le respondieron:
"Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda".
Jesús replicó:
"No saben lo que piden: ¿Podrán pasar la prueba que yo he de pasar, o de recibir el bautismo con que seré bautizado?"
Respondieron:
"Sí, podemos".
Jesús les dijo:
"Ciertamente pasarán la prueba que yo voy a pasar, y recibirán el bautismo con que yo seré bautizado, pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado".
Cuando los otros diez apóstoles oyeron esto, se indignaron con Santiago y Juan. Jesús los reunió entonces y les dijo:
"Ya saben que los jefes de las naciones los tiranizan, y que los poderosos los oprimen. Pero no debe ser así entre ustedes; al contrario: el que quiera ser grande, que sea su servidor; y el que quiera ser primero sea el esclavo de todos.
Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida por la redención de todos". 
Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

† Meditación diaria 
8ª semana. Miércoles
APRENDER A SERVIR
— El ejemplo de Cristo. Servir es reinar.
El Evangelio de la Misa1 recoge la petición de los hijos de Zebedeo de ocupar los puestos primeros en el nuevo Reino. El resto de los discípulos, al enterarse de este deseo, se indignaron contra los dos hermanos. El disgusto no fue provocado, probablemente, por lo insólito de la demanda, sino porque todos se sentían con iguales o mejores derechos que Santiago y que Juan para ocupar esos puestos preeminentes. Jesús conoce la ambición de quienes habrán de ser los cimientos de su Iglesia, y les dice que ellos no han de comportarse como los reyezuelos que oprimen y avasallan a sus súbditos. No será así la autoridad de la Iglesia; por el contrario, quien quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero sea esclavo de todos. Es un nuevo señorío, una nueva manera de «ser grande»; y el Señor les muestra el fundamento de esta nueva nobleza y su razón de ser: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos.
La vida de Cristo es una constante ayuda a los hombres, y su doctrina, una repetida invitación a servir a los demás. Él es el ejemplo que debe ser imitado por quienes ejerzan la autoridad en su Iglesia y por todos los cristianos; siendo Dios y Juez que ha de venir a juzgar al mundo, no se impone, sirve por amor hasta dar su vida por todos2: esta es su forma de ser el primero. Así lo entendieron los Apóstoles, especialmente después de la venida del Espíritu Santo. San Pedro exhortará más tarde a los presbíteros a que apacienten el rebaño de Dios a ellos confiado, no como dominadores, sino sirviendo de ejemplo3; y lo mismo San Pablo, que, sin estar sometido a nadie, se hizo siervo de todos para ganarlos a todos4.
Pero el Señor no solo se dirige a sus Apóstoles, sino a los discípulos de todos los tiempos. Nos enseña que existe un singular honor en el auxilio y asistencia a los hombres, imitando al Maestro. «Esta dignidad se expresa en la disponibilidad para servir, según el ejemplo de Cristo, que no ha venido a ser servido sino a servir. Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente reinar solosirviendo, a la vez, el servir exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el reinar. Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio»5, virtudes como la humildad de corazón, la generosidad, la fortaleza, la alegría..., que nos capacitan para poner la vida al servicio de Dios, de la familia, de los amigos, de la sociedad.
— Distintos servicios que podemos prestar a la Iglesia, a la sociedad, a quienes están a nuestro lado.
La vida de Jesús es un incansable servicio –incluso material– a los hombres: los atiende, les enseña, los conforta..., hasta dar la vida. Si queremos ser sus discípulos, ¿cómo no vamos nosotros a fomentar esa disposición del corazón que nos impulsa a darnos constantemente a quienes están a nuestro lado?
La última noche, antes de la Pasión, Cristo quiso dejarnos un ejemplo particularmente significativo de cómo debíamos comportarnos: mientras celebraban la Cena, se levantó el Señor, se quitó el manto, tomó la toalla y se la ciñó. Después echó agua en una jofaina y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido6. Realizó la tarea propia de los siervos de la casa. «De nuevo ha predicado con el ejemplo, con las obras. Ante los discípulos, que discutían por motivos de soberbia y de vanagloria, Jesús se inclina y cumple gustosamente el oficio de siervo (...). A mí me conmueve esta delicadeza de nuestro Cristo. Porque no afirma: si yo me ocupo de esto, ¿cuánto más tendríais que realizar vosotros? Se coloca al mismo nivel, no coacciona: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres.
»Como a los primeros doce, también a nosotros el Señor puede insinuarnos y nos insinúa continuamente: exemplum dedi vobis (Jn 13, 15), os he dado ejemplo de humildad. Me he convertido en siervo, para que vosotros sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los hombres»7. Servimos al Señor cuando procuramos ser ejemplares en el cumplimiento de los propios deberes, y cuando nos esforzamos en dar a conocer las enseñanzas de la Iglesia con claridad y con valentía en un mundo confuso, ignorante y frecuentemente errado en puntos claves, incluso de la ley natural. En esta situación, en la que se encuentra buena parte de la sociedad, «el mejor servicio que podemos hacer a la Iglesia y a la humanidad es dar doctrina»8.
El ejercicio de la profesión hemos de entenderlo, no solo como un medio de ganar lo necesario y para desarrollar noblemente la propia personalidad, sino como un servicio a la sociedad, un medio de contribuir al desarrollo y al necesario bienestar. Algunas profesiones constituyen un servicio directo a las personas y dan mayor posibilidad de ejercitar una serie de virtudes que vuelven al corazón más generoso y humilde. La figura de Cristo atendiendo a quienes se le acercan, lavando los pies a los discípulos..., ha de ser un poderoso estímulo para atender a aquellos que, por deber profesional, nos son encomendados.
La meditación frecuente de las palabras del Señor –no he venido a ser servido, sino a servir– nos ayudará a no detenernos ante esos trabajos más molestos –a veces más necesarios–: así serviremos como Él lo hizo. La vida familiar es un excelente lugar para manifestar este espíritu de servicio en multitud de detalles que pasarán frecuentemente inadvertidos, pero que ayudan a fomentar una convivencia grata y amable, en la que está presente Cristo. Estos pequeños servicios –en los que procuramos adelantarnos– son también un ejercicio constante de la caridad, y un medio para no caer en el aburguesamiento y para crecer en la vida de unión con Dios, si los hacemos por Él. El Señor nos llama con ocasión de las necesidades ajenas, particularmente de los enfermos, los ancianos, y de quienes de alguna manera son más indigentes. Estas ayudas son particularmente gratas al Señor cuando se realizan con tal humildad y finura humana que apenas se advierten, y que no piden ser recompensadas.
— Servir con alegría siendo competentes en la propia profesión.
No imaginamos al Señor con un gesto forzado o triste, quejoso, cuando las multitudes acuden a Él, o mientras lava los pies a los discípulos. El Señor sirve con alegría, amablemente, en tono cordial. Y así debemos hacer nosotros cuando realizamos esos quehaceres que son un servicio a Dios, a la sociedad o a quienes están próximos:Servid al Señor con alegría9, nos dice el Espíritu Santo por boca del Salmista; es más, el Señor promete la alegría, la felicidad, a quienes sirven a los demás: después de lavar los pies a sus discípulos, afirma:si aprendéis esto, seréis dichosos si lo practicáis10. Esta es, quizá, la primera cualidad del corazón que se da a Dios y que busca motivos –a veces muy pequeños– para darse a los demás. Aquello que entregamos con una sonrisa, con una actitud amable, parece como si adquiriera un valor nuevo y se apreciara también más. Y cuando se presente la oportunidad, o el deber, de prestar un servicio que en sí es desagradable y molesto, «hazlo con especial alegría y con la humildad con que lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás tesoros inmensos de virtud y de gracia»11. Puede que nos resulte costoso, y entonces pediremos: «¡Jesús, que haga buena cara!»12.
Para servir, hemos de ser competentes en nuestro trabajo, en el oficio que realizamos. Sin esta competencia poco valdría la mejor buena voluntad: «para servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección»13.
La ayuda y la atención a los demás hemos de prestarlas sin esperar nada a cambio, con generosidad, sabiendo que todo servicio ensancha el corazón y lo enriquece. Y, en todo caso, recordemos que Cristo es «buen pagador» y que, cuando le imitamos, Él tiene en cuenta hasta el menor gesto, el auxilio más pequeño que hemos prestado. Nos mira, y nos sentimos bien pagados.
Examinemos hoy junto al Señor si tenemos una disposición de servicio en el ejercicio de la profesión, si realmente servimos a la sociedad a través de ella, si en nuestro hogar, en el lugar de trabajo, imitamos al Señor, que no vino a ser servido, sino a servir. De modo particular, este espíritu de servicio se ha de poner de manifiesto si ejercemos un cargo de responsabilidad, de autoridad, de formación. Examinemos si procuramos evitar, de ordinario, que los demás nos presten servicios no debidos al cargo y que nosotros mismos podemos realizar. Hemos de tener una actitud muy distinta de aquellos que se valen de la autoridad, del prestigio, de la edad, para pedir o, mucho peor, exigir unas prestaciones que resultarían intolerables incluso desde un punto de vista exclusivamente humano.
Acudimos a San José, servidor fiel y prudente, que estuvo siempre dispuesto a sacar adelante la Sagrada Familia con múltiples sacrificios, y que prestó incontables ayudas a Jesús y a María. Le pedimos que sepamos tener también nosotros esa misma disposición de alma con la propia familia, con las personas con quienes convivimos, sea cual sea el puesto que ocupemos, con las personas que tratamos en el ejercicio de nuestra profesión o por razón de amistad..., con aquellas que se acercan a pedirnos una información o un pequeño favor en medio de la calle. Con la ayuda del Santo Patriarca, veremos en ellos a Jesús y a María. Así nos será fácil servirles.
1 Mc 10, 32-42. — 2 Cfr. Jn 15,13. — 3 1 Pdr 5, 1-3. — 4 Cfr. 1 Cor 9, 19. — 5 Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 21. — 6 Jn 13, 4-5. — 7 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 103.  8 ídem, Carta 9-I-1932. — 9 Sal 99, 2. — 10 Jn 13, 17. — 11 J. Pecci -León XIII-, Práctica de la humildad, 32. — 12 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 626.  13 ídem, Es Cristo que pasa, 50.
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Otro comentario: REDACCIÓN evangeli.net (elaborado a partir de textos de Benedicto XVI) (Città del Vaticano, Vaticano)
La expiación de Cristo por los pecados de la humanidad
Hoy, ante las pueriles pretensiones de notoriedad de los Apóstoles, Jesús opone su responsabilidad divina: Él ha querido "expiar" (pagar) por nuestros pecados. En la Pasión, toda la suciedad del mundo entra en contacto con el inmensamente Puro, con el alma de Jesucristo, Hijo de Dios. Si lo habitual es que lo impuro, con el contacto, contagie lo que es puro, aquí tenemos lo contrario.

En este contacto, la suciedad del mundo es realmente anulada, transformada mediante el dolor del amor infinito. Pero, ¿acaso no es un "Dios cruel" el que exige una expiación infinita? La realidad del mal que deteriora el mundo y contamina la imagen de Dios, es una realidad que existe, y por culpa nuestra. No puede ser simplemente ignorada, tiene que ser eliminada. No es que un Dios cruel exija algo infinito; es justo lo contrario: Dios mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo, toma el sufrimiento sobre sí.

—Dios mismo introduce en el mundo el don de su infinita pureza. 
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Otro comentario: Rev. D. René PARADA Menéndez (San Salvador, El salvador)
Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos
Hoy, el Señor nos enseña cuál debe ser nuestra actitud ante la Cruz. El amor ardiente a la voluntad de su Padre, para consumar la salvación del género humano —de cada hombre y mujer— le mueve a ir deprisa hacia Jerusalén, donde «será entregado (…), le condenarán a muerte (…), le azotarán y le matarán» (cf. Mc 10,33-34). Aunque a veces no entendamos o, incluso, tengamos miedo ante el dolor, el sufrimiento o las contradicciones de cada jornada, procuremos unirnos —por amor a la voluntad salvífica de Dios— con el ofrecimiento de la cruz de cada día.

La práctica asidua de la oración y los sacramentos, especialmente el de la Confesión personal de los pecados y el de la Eucaristía, acrecentarán en nosotros el amor a Dios y a los demás por Dios de tal modo que seremos capaces de decir «Sí, podemos» (Mc 10,39), a pesar de nuestras miserias, miedos y pecados. Sí, podremos abrazar la cruz de cada día (cf. Lc 9,23) por amor, con una sonrisa; esa cruz que se manifiesta en lo ordinario y cotidiano: la fatiga en el trabajo, las normales dificultades en la vida familiar y en las relaciones sociales, etc.

Sólo si abrazamos la cruz de cada día, negando nuestros gustos para servir a los demás, conseguiremos identificarnos con Cristo, que vino «a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). Juan Pablo II explicaba que «el servicio de Jesús llega a su plenitud con la muerte en Cruz, o sea, con el don total de sí mismo». Imitemos, pues, a Jesucristo, transformando constantemente nuestro amor a Él en actos de servicio a todas las personas: ricos o pobres, con mucha o poca cultura, jóvenes o ancianos, sin distinciones. Actos de servicio para acercarlos a Dios y liberarlos del pecado.
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