sábado, 18 de mayo de 2013

Pentecostés


Buenos días queridos hermanos en Cristo, y llegó el día tan esperado, esta tarde ya visperas de domingo, la Iglesia toda celebra la Solemnidad de Pentecostés; esperamos que la puedan celebrar en sus Parroquias y con profundo recogimiento y sabiendo a quién recibimos.

                                      ADORACIÓN NOCTURNA
 MEXICANA
TODO CONOCIMIENTO VERDADERO VIENE POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO

Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho. Juan 14, 26

JESÚS CUANDO MUERE EN LA CRUZ ENTREGA SU ESPÍRITU
Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: « Todo está cumplido. » E inclinando la cabeza entregó el espíritu. Juan 19, 30
 
TRAS LA RESURRECCIÓN, JESÚS MANDA SU ESPÍRITU A LOS APÓSTOLES

Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: « Recibid el Espíritu Santo. Juan 20, 22
 
MANDATO MISIONAL DE JESÚS A SUS DISCÍPULOS

Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Mateo 28, 19


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EL GRAN DESCONOCIDO
(Homilía pronunciada por monseñor Escrivá el 25-V-1969, fiesta de Pentecostés.)
Se contiene en el volumen Es Cristo que pasa

        Tratar al Espíritu Santo 
                                  (es un poco extenso pero es la última parte)
        
Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración.
        
Fue así como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el diálogo personal –la oración sin anonimato– cara a cara con Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración con Cristo, la participación real y vivida en la obra divina de la salvación.
        
Es doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad.
        Podemos, por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros?, y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno –una de las tres Personas del único Dios–, con quien se habla y de quien se vive.
       
 Hace falta –en cambio– que lo tratemos con asidua sencillez y con confianza, como nos enseña a hacerlo la Iglesia a través de la liturgia. Entonces conoceremos más a Nuestro Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del inmenso don que supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y toda la verdad de ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina, a la que ya antes me refería.

        Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si El fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que El mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios.
        
 Para concretar, aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida que nos impulse a tratar al Espíritu Santo –y, con El, al Padre y al Hijo– y a tener familiaridad con el Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades fundamentales:docilidad –repito–, vida de oración, unión con la Cruz.
       
 Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. El es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre.Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.

Si nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos, ha dicho el Señor. Viejo camino interior de infancia, siempre actual, que no es blandenguería, ni falta de sazón humana: es madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios.
         
Vida de oración, en segundo lugar, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. ¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios. Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro.
        
Acostumbrémos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en El, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por El, a todas las criaturas. Y se reproducirá en nuestras vidas esa visión final del Apocalipsis: el espíritu y la esposa, el Espíritu Santo y la Iglesia –y cada cristiano– que se dirigen a Jesús, a Cristo, y le piden que venga, que esté con nosotros para siempre.
        
 Unión con la Cruz, finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano: somos –nos dice San Pablo– coherederos con Jesucristo, con tal que padezcamos con El, a fin de que seamos con El glorificadosEl Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.
        
Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo.
      
Es entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado, que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo. Los frutos del Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.
        
 En medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.
        
Es en esa hora, además y al mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando, en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.
        
Tal es, en un resumen breve, que apenas consigue traducir en pobres palabras humanas, la riqueza de la fe, la vida del cristiano, si se deja guiar por el Espíritu Santo. No puedo, por eso, terminar de otra manera que haciendo mía la petición, que se contiene en uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de Pentecostés, que es como un eco de la oración incesante de la Iglesia entera: Ven, Espíritu Creador, visita las inteligencias de los tuyos, llena de gracia celeste los corazones que tú has creado. En tu escuela haz que sepamos del Padre, haznos conocer también al Hijo, haz en fin que creamos eternamente en Ti, Espíritu que procedes de uno del otro.
   
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EL ESPÍRITU SANTO Y LOS SANTOS
                                         
                                       SAN BERNARDO DE CLARAVAL

“EN EL ESPÍRITU DEL HIJO RECONÓCETE COMO HIJA DEL PADRE Y ESPOSA O HERMANA DEL HIJO. ADVERTIRÁS CÓMO SE DESIGNA CON CUALQUIERA DE ESTOS DOS NOMBRES A QUIEN SE ENCUENTRA EN ESTE ESTADO. Y NO CUESTA MUCHO DEMOSTRARLO, PUES TENGO A MANO LAS PALABRAS QUE LE DIRIGE EL ESPOSO: ‘YA VENGO A MI JARDÍN, HERMANA Y ESPOSA MÍA’ (CANT 5, 1).

LA LLAMA HERMANA PORQUE TIENEN LOS DOS UN MISMO PADRE; Y ESPOSA PORQUE SE UNEN EN EL MISMO ESPÍRITU. SI SE HACEN UNA SOLA CARNE LOS QUE FORMAN UN MATRIMONIO CARNAL, ¿POR QUÉ LA UNIÓN ESPIRITUAL NO PUEDE HACER A LOS DOS CON MAYOR RAZÓN UN SOLO ESPÍRITU? ‘ESTAR UNIDO AL SEÑOR ES SER UN ESPÍRITU CON ÉL’ (1 COR 6, 17)”. 

SERMONES SOBRE EL CANTAR DE LOS CANTARES, 8, 9

Un abrazo en Jesús Misericordios y María Santísima, en el amor del Espíritu Santo, bajo la paternal protección de San José y la mirada amorosa de Dios Padre.
Familia Mobilia

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