martes, 27 de marzo de 2012

Carta a un hermano Sacerdote - (27)





27.
Inocencia
Beatificación del padre Damián 15 de mayo de 1994
Querido padre Tomás:
Me hubiera gustado que hubieses conocido a la hermana Gertrudis cuando vino a visitarnos desde Hawai. Aún cuando pasa los setenta años, es admirable por su energía. Me contó una historia que se mantuvo en secreto en su convento por muchos años.
Cuando ella era una monja joven, una de las hermanas an­cianas se estaba muriendo. En aquel tiempo era costumbre que la comunidad se reuniera a rezar alrededor de la moribunda. Viejita, arrugada y fea, la monja exhalaba sus últimos suspiros. De pronto abrió sus ojos, estiró sus brazos y exclamó: "Oh, mi Bienamado".
Luego, se sentó y contempló dulcemente al Santísimo Sa­cramento, que ella tenía permiso de tener en su cuarto ya que su debilidad le impedía ir a la capilla. Lo que sucedió después nunca antes fue revelado, hasta que la hermana Gertrudis lo compartió conmigo. La monjita, anciana y arrugada, se trans­formó en una atractiva joven, de rostro terso y resplandeciente que con sólo mirarla puso en éxtasis al resto de las hermanas.
Transcurrido lo que pareció un minuto o dos, la transforma­da monja se echó hacia atrás y apoyándose sobre la almohada volvió a su estado anterior y murió. Cuando las hermanas volvieron de su éxtasis, se asombraron al descubrir que este acontecimiento extraordinario no había durado mucho más de uno o dos minutos. ¡Las hermanas habían permanecido en éxtasis por más de trece horas!
La hermana Gertrudis pertenece a la comunidad de los Sagrados Corazones, la misma a la que pertenecía el padre Damián.
Su labor con los leprosos. Lo que el mundo desconoce es la devoción que él tenía al Santísimo Sacramento, de donde obtenía la fuerza para trabajar con los leprosos.
El padre Damián se ofreció como voluntario para ir a la isla de Molokai, donde los leprosos eran condenados al destierro tanto por sus familias como por sus amigos ya que la enfer­medad era contagiosa y, en esa época, incurable. Después de cierto tiempo de estar ahí, un amigo del padre Damián le escribió una carta preguntándole cómo era capaz de quedarse por tanto tiempo entre los leprosos. Él le contestó: "Sin mi hora santa diaria en presencia del Santísimo Sacramento, no hubiera sido capaz de quedarme ni un solo día en este lugar".
Cuando el padre Damián llegó, los leprosos no se percata­ron de su llegada. Ellos vivían todas las noches absortos en una continua intoxicación alcohólica y orgía sexual para tratar de olvidarse de la carne podrida de la lepra, que los condenaba a una vida de olvido y de muerte sin consuelo.
Lo primero que hizo el padre Damián fue construir una capilla hacia donde él llevó a cada uno de los leprosos; repi­tiéndose una y otra vez la escena del evangelio: "Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: "Si quieres, puedes limpiarme". Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: "Quiero; queda limpio". Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio" (Mr 1,40-42).
Jesús extendió su mano y tocó a cada uno, haciéndolos sanos con Su Amor y devolviéndoles su inocencia con Su Sangre. Una inocencia recuperada es más preciosa a los ojos de Dios que la inocencia nunca perdida.
Todavía tenían su carne podrida, pero ya no tenía impor­tancia. Sus almas habían quedado limpias con la inocencia de Su Sangre. Ellos ya no necesitaban emborracharse, porque se intoxicaron con Su Amor. El sexo no era más una necesidad imperiosa, porque ellos tenían la intimidad de Su Corazón.
San Francisco de Asís besó a un leproso. Por la gracia de Dios él también curó a uno, quien lleno de dolor insultaba a quienes trataban de ayudarlo. Lo insultó a Francisco y San Francisco se fue ante el Santísimo Sacramento para orar. Cuando volvió le dijo: "Haré lo que me pidas". El leproso le contestó: "quiero que me laves todo, porque huelo tan mal que ni yo mismo lo puedo soportar".
Sin vacilar, San Francisco pidió que le trajeran agua caliente con hierbas aromáticas. A medida que iba lavando al hombre, su carne podrida iba recobrando su color natural y finalmente el leproso quedó curado.
A San Francisco le llaman "el tonto de Dios" porque todo lo que él hizo fue por amor a Dios. Pero mucho más tonta es la locura de Amor del Santísimo Sacramento por lo que Jesús hace por nosotros. Allí el Señor lava nuestras almas, no con agua, sino con Su Preciosísima Sangre. Allí quedamos limpios de la podredumbre del pecado y del amor a nosotros mismos.
En cada hora santa que hacemos, Él extiende su mano y nos toca. Cuanto más enfermos estamos, más lástima nos tiene. Cuanto más sucios nos sentimos, más es su deseo de limpiar nuestra impureza.
El padre Damián organizó la adoración perpetua en la capi­lla que construyó. Algunas de las mejores meditaciones jamás escritas salieron de los labios de estos leprosos cuando estaban en adoración. El padre Damián las escribía y las mandaba a sus amigos en Bélgica y Holanda. La inspiración radica en la pureza de su simplicidad.
Un leproso pasaba la hora santa entera describiéndole a Jesús lo que tenía por más querido en su corazón, como el sonido de las olas, el azul del océano, la puesta del sol.
Sólo un hombre se ofreció como voluntario para ayudar al padre Damián, se llamaba Dutton. Había llegado de Stowe, Vermont donde Greg Lucía una vez le había dado a su hermano un libro titulado "La virtud de la confianza", mientras visitaba el hospedaje de María von Trapp. Dutton era agnóstico y veía al padre Damián únicamente desde el punto de vista humanitario.
Un día Dutton necesitaba hablar con el padre Damián y no lo encontraba por ninguna parte. Por último fue a la capilla, en donde lo encontró transfigurado haciendo su hora santa diaria. Dutton llegó a la conclusión de que realmente Jesús mismo debía estar presente en el Santísimo Sacramento para que un hombre tan ocupado y dedicado como el padre Damián reservara una hora todos los días para pasarla con Jesús. Dutton se convirtió al catolicismo y está abierta su causa de beatificación. Hoy un padre como el padre Damián es el padre Bill Petrie, a quien le ayudan sus dos hermanas, Ana y Jan Petrie.
La hermana Gertrudis volvió a Hawai. Te he contado la histo­ria de la anciana monja por una razón. Es la historia de cada hora santa que hacemos. ¡Si sólo pudiéramos ver el cambio que se opera en nosotros! Quedamos renovados en la Eterna juventud de Cristo. Nos hacemos inocentes, sin mancha al lavarnos con Su Preciosísima Sangre que es la locura de Su Amor insuperable.
Así como la gota de agua es purificada y transformada por el vino que se convierte en la Preciosísima Sangre de Cristo cuando se pronuncian las palabras de la consagración, así también cada uno de nosotros cada vez que nos acercamos a Su Divina Pre­sencia, quedamos purificados y transformados por el contacto de Su Amor y el Poder de Su Gracia.
Fraternalmente tuyo
en Su Amor Eucarístico,
Mons. Pepe

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